jueves, 25 de octubre de 2012

El camino a la verdad (Capítulo 2 de la Crónica de Arid-Mur)

[Viene del Capítulo 1]



Tras el ataque, solo la muerte y la tristeza eran aparentes en Rodel de Mur, pensaba Edwina mientras secaba el sudor de su frente tiznada de hollín con un paño que, recordó demasiado tarde, horas antes había usado para limpiar de sus manos la sangre del difunto Éditro. La posada El Dragón Rojo había sufrido más daños que ningún otro edificio en la aldea y solo la mitad de la estructura permanecía en pié, el resto había sucumbido a la poderosa explosión o al fuego que la había acompañado. Las piedras ennegrecidas salpicaban parte de la calle del Águila y algunos fragmentos habían llegado hasta la plaza. Por todas partes se veían fragmentos de flechas, armas dejadas atrás por los atacantes y charcos de sangre seca al sol de la fría mañana.

Con gesto resignado, Edwina bajó la mirada y afianzó el último nudo en la sábana con que había envuelto al otrora lleno de vitalidad y afable tabernero Mingot. Ése era el tercer cadáver que preparaba para sepultura en lo que llevaban de día, y el sol aún no había llegado a lo alto de su ruta. Hizo un gesto cansado con la mano y dos de los hombres del pueblo levantaron y trágico fardo y lo llevaron con cuidado al templo de Valion, del que ella era Voz, a falta de una sacerdotisa ordenada.

Recorrió con la mirada la plaza que había sido el centro de la contienda y vio que la asamblea del pueblo continuaba. Engus Peñafría estaba encaramado al pilón de la Fuente Vieja y hablaba sin parar de la perfección militar que habían demostrado los jinetes oscuros. Por ello estaba decidido a partir de inmediato hacia la Fonda del Elfo Gris, junto al río Draco, para avisar a la Guardia de lo sucedido y hacer que personas más sabias y capaces evaluasen lo sucedido en Rodel. No importaba que él no tuviera ninguna idea de en qué consistía realmente la perfección militar, pero los sucesos de la noche lo habían dejado cargado de una mezcla de miedo y ansias de venganza que eran a todas luces evidentes.

Erod Pelliz, por su parte, argumentaba con su resquebrajada voz que el peligro aún no había pasado y que deberían saber qué sucedía en el viejo túmulo de Arid-Mur y rastrear a los jinetes que habían atacado Rodel, antes de gastar tres días en llegar hasta la Fonda.

Como complemento a estas dos voces, no faltaban quienes clamaban por la necesidad de estar preparados ante un nuevo ataque y evitar que el enemigo, fuera quien fuera, regresara y destrozara el pueblo.

Edwina se puso en pie con dificultad y recorrió los escasos metros que la separaban de  la plaza. El tiempo daba arrugas y achaques a cambio de sabiduría. Extraño trueque.

Aclaró su garganta y comenzó a hablar con voz clara:

-¡Hombres y mujeres de Rodel, escuchadme! -el silencio se hizo a su alrededor- Tres vías hay frente a nosotros y tres vías son las que marcan el camino celestial: Valion con Aneirin, Penumbra y Silas. Prestemos a cada opción el respeto que se merece. Debemos informar a quienes viven en los valles y conocen los hechos de antaño y tienen ejércitos. Debemos rastrear a los jinetes y saber a dónde han ido, porque esta es nuestra montaña y el viejo túmulo un recuerdo de los tiempos que han pasado. Debemos, también, proteger esta aldea, que es la de nuestras madres y nuestras abuelas. Las tres vías, os digo, son importantes, y las tres deben ser recorridas. Ese es mi consejo como Voz de Valion, haced con él lo que deseéis.

Los rostros de sus vecinos la observaban con respeto y asombro. Pocas veces había usado sobre sí misma el título de Voz, y pocas más había sentido la necesidad de dirigirse al pueblo en su conjunto y hablar con tanta vehemencia. Sintiéndose menguada tras su intervención, comenzó a caminar hacia la casa del herrero que, velado por su mujer, permanecía aún perdido en las nieblas de la inconsciencia.

A su espalda escuchó satisfecha las voces de quienes se ofrecían para tomar una de las tres vías que la Voz había sugerido.


-¿Cuándo partiréis? - Preguntó Lucio Lascafina a su hijo con voz grave. Áravo enarcó las cejas y, lentamente, asintió un par de veces, como confirmando una sospecha.

-Creí que aún no estabas despierto cuando mis hermanos y yo hablamos de ello.

-Con una herida como ésta -dijo Lucio apuntando con la barbilla a su hombro izquierdo- Descansar es bueno pero dormir es un lujo salpicado de dolores inesperados. Estaba despierto cuando hablásteis en la plaza, y sé que tú irás con Erod y con Fergad Rimargo hacia el norte para rastrear a los jinetes. Sé también que tus hermanos acompañarán a Engus el cabrero hasta la Fonda del Elfo Gris para difundir las noticias del ataque que hemos sufrido -Áravo asintió de nuevo cuando su padre terminó de hablar- Tú eres ya un hombre y tus hermanos alcanzan este año la edad de participar como adultos en los fuegos del otoño. Entiendo vuestra decisión. Mi pregunta es, hijo: ¿Cuándo partiréis?

-Mis hermanos están preparando sus petates y hemos acordado que ambos grupos saldrán de Rodel antes de que el sol llegue a su tercera casa y empiece a desaparecer. Para cuando caiga la noche, nosotros estaremos cerca de las cuevas, si es que los jinetes siguen el camino y van en esa dirección, y mis hermanos podrán en el refugio del Pedral para continuar el descenso hacia el llano.

-No hay tiempo que perder, entonces -la voz del cazador sonaba ronca y más cortante de lo normal. Y sus ojos ofrecían palabras que sus labios no sabían muy bien cómo articular- Di a tus hermanos que llevan mi amor con ellos y que estoy orgulloso de lo que han querido hacer. Siempre he estado orgulloso de los tres.

-Padre, sabes que yo… -de nuevo un gesto de la mano paterna interrumpió sus palabras-.

-Lo sé. Ahora vete a preparar tus avíos. Toma -antes de que Áravo pudiera impedirlo, Lucio se incorporó ligeramente sobre su hombro derecho y aferró su espada, que yacía olvidada por todos junto a la cabecera de la cama, apoyada contra la pared.

-Este acero es mejor que el tuyo y tu abuelo lo ganó para sí sirviendo con honor en los valles -Áravo cogió con ambas manos el pesado metal que su padre le tendía con una mano temblorosa- Yo no estoy en condiciones para usar una hoja tan larga en estos momentos.

-Padre…

-No confundas mis palabras; cuando regreses, me la devolverás. Es solo un préstamo que podrás recuperar cuando yo haya decidido dejar de respirar. Y ese día aún no ha llegado -hizo una pausa para tomar aire y rascarse lentamente la barba incipiente- Que Valion guíe tus pasos y los de tus hermanos, hijo. Ahora, vete, quiero descansar.

Con un movimiento rápido, Áravo se acercó a su padre y le dio un beso en la frente. Su padre se limitó a darle dos golpes ligeros en la mejilla y lo empujó suavemente en dirección a los pies de la cama. Con pasos ahora decididos, el hijo mayor de los Lascafina salió de la habitación, descendió las escaleras, informó a sus hermanos de lo que Lucio había dicho, y salió de la casa con la espada familiar al cinto, preparado para la caza.


El sol creaba sombras un tanto afiladas cuando los seis rodelianos fueron despedidos con palabras de ánimo. Tres partieron hacia el norte y tres hacia el oeste. Quienes se quedaron en la plaza, sacudiendo pañuelos al viento y murmurando plegarias a Valion, se sintieron por un segundo un tanto desalentados. Pero pronto una voz atronadora resonó en los edificios de piedra.

-Tanto he dormido que ahora ya no nos preocupan los ataques nocturnos. ¿Nadie se encarga de cerrar con troncos las vías que van al norte?

En una ventana sobre la herrería estaba Arnot, con el torso semidesnudo envuelto en un vendaje enrojecido y apoyándose en la piedra con las dos manos, mientras la figura de Edwina aparecía a su espalda intentando arrastrarlo al interior.

-Ellos harán su trabajo en el norte y el oeste. Nosotros haremos el nuestro aquí... Y si vuelven, ¡esta vez no les daremos ninguna ventaja!

Varios de los vecinos comenzaron a reírse a carcajadas, un sonido que no se había escuchado en todo el día.

-Y más vale que alguien vaya a ese horror que es ahora la casa del maestro y recoja mi martillo, que debería estar junto a la escalera, antes de que yo salga de aquí y a la buena de Edwina -dijo girando la cabeza parcialmente hacia el interior- le de algún tipo de ataque.


La espada corta que siempre había llevado a la cintura no era demasiado cómoda cuando la llevaba como Xandos había sugerido, a la espalda, encajada en un lateral del fardo con ropa y comida. El extremo inferior del arma golpeaba en el codo. El pellejo de agua, además, se desplazaba constantemente y hacía que un lado del fardo fuera más pesado que el otro. Llevaban casi cuatro horas caminando y la incomodidad de los bultos se había hecho mayor a medida que la luz del sol comenzaba a desaparecer entre las copas de los árboles .

-¿Todo bien, Maela? -Engus llevaba varios minutos viendo como la hija de Lascafina hacía pequeñas modificaciones en el fardo que llevaba a la espalda, siempre sin detener la marcha, siempre sin pedir ayuda.

-Ningún problema, Engus. Solo los ajustes iniciales, mi mochila está ahora más llena de lo normal, eso es todo.

Xandos dirigió una mirada rápida a sus dos acompañantes y siguió descendiendo por el sinuoso camino, la mirada atenta a cada movimiento a su alrededor y a posibles rastros en la tierra que estaba a punto de pisar. Tras doblar un nuevo recodo volvió la mirada para encontrar a Engus mirando con curiosidad la mochila de su hermana y sonrió. A menudo, los hombres del pueblo veían en ella aún a la niña que jugaba con sus muñecas en la fuente, pocos comprendían que tener a Lucio como padre equivalía a pasar cada verano una semana viviendo en el bosque -el mismo bosque que causaba pánico entre los forasteros- y ser capaz de cazar y construir refugios tan bien como cualquier hombre de Rodel y mejor que algunos. Caminar por el camino no iba a ser ningún problema para ella.

-No te preocupes por Maela. Mi hermana sabe bien lo que hace. No es la primera vez que bajamos por este camino hacia el río, de hecho hace menos de... -El resto de sus palabras murieron en sus labios. Con la mano izquierda alzada indicó a los otros dos que se detuvieran y con la derecha desenvainó su espada corta.

Engus avanzó unos pasos y siguió la mirada del joven hasta encontrar la fuente de sus preocupaciones: el nuevo recodo había dejado a la vista un ramal del camino, el que llevaba a la aldea de Endrinal, y en la vereda derecha, donde antes había estado el poste de indicación, había ahora una pica de madera de dos metros de altura con una monstruosa cabeza empalada en ella. Xandos sintió como un amargo sabor le inundaba la boca y, por un segundo, temió que no iba a ser capaz de contener las arcadas.

A su espalda escuchó un gruñido de sorpresa que provenía de la garganta de su hermana y una maldición que Engus, quizá por respeto hacia ellos, cortó a la mitad. Con cuidado, descendió los pasos que le separaban del poste y observó el macabro hallazgo. La cabeza estaba cubierta de una fina capa de sangre recientemente coagulada y la base del cuello estaba desgarrada, como si algo la hubiera separado de su cuerpo haciendo uso de una fuerza sobrehumana.

-Parece… -Xandos no pudo terminar de hablar y notó de nuevo la abrasiva bilis agolpándose en su garganta.

-Parece la cabeza de uno de los jinetes que nos atacaron ayer noche -terminó Maela inclinándose hacia un lado para ver mejor la estaca en que estaba clavada.

Engus avanzó unos metros y se arrodilló en el suelo, más abajo del poste y del nuevo ramal. A pesar de la ligera penumbra que empezaba a imperar en la ladera, sus ojos fueron capaces de leer las múltiples marcas del terreno.

-Pasara lo que pasara aquí… ahora solo veo huellas de personas y animales caminando juntos, en gran confusión.

Sin perder de vista el camino hacia Endrinal, Xandos bajó hasta donde estaba Engus y vió lo mismo que el cabrero: multitud de huellas sobreimpuestas, en algunos puntos solo identificables porque se salían del camino más transitado y dejaban su marca en las veredas. en varios puntos del camino se podían ver excrementos de animales entre las pisadas.

Los tres se miraron en silencio. Endrinal era el asentamiento más próximo a Rodel. Apenas tres familias de pastores vivían en un pequeño valle cerca del camino. Entre todos cuidaban los rebaños que pastaban en la cara oeste de las montañas y, a veces, subían hasta el pueblo para vender sus quesos cubiertos de laurel. Maela fue la primera en avanzar por el camino con paso resuelto y dirigiendo una asqueada mirada a la cabeza empalada. Xandos y Engus la siguieron de inmediato, recorriendo con pasos rápidos los dos kilómetros de camino que les separaban del pueblo. La visión que les recibió fue desoladora.

Las cinco casas que formaban Endrinal, separadas entre sí por escasas decenas de metros, estaban reducidas a paredes alzadas en inútil recuerdo de su anterior función y ruinas ennegrecidas formando montículos de piedras más o menos elevados.

Prestando atención a todo lo que le rodeaba, Xandos caminó hasta la primera casa y vio que había restos de madera carbonizada sobre las piedras. Algo había ardido con tanta fuerza que hasta las duras vigas de roble habían quedado reducidas a poco más que ceniza. A varios pasos hacia el sur, Engus cogía con la mano algo similar a una rama enderezada… no, no era una rama.

-¡Una flecha negra! -Murmuró Xandos.

-Como las que disparaban los jinetes- confirmó Engus -Está claro que quienes nos atacaron ayer, estuvieron aquí… antes.

Maela recorrió dos más de las casas y se volvió a sus compañeros.

-Tanto fuego… ¿No resulta extraño que el humo no fuera visible desde Rodel? ¿O al menos el olor de la madera y la paja de los techos ardiendo?

-Desde luego -dijo Engus mientras arrojaba la flecha sobre un montón de piedras.

-Este pueblo está desierto -sentenció Xandos- sus ocupantes fueron atacados y decidieron huir hacia el valle del Draco. Eso es lo que ha pasado, ¿verdad Engus?

-No estoy seguro de qué es lo que ha pasado aquí, Xandos, pero lo que sí puedo afirmar es que no quiero dejar salir ni un suspiro más de lo necesario en este sitio. Signos de ataque, casas totalmente destruidas, humos que desaparecen antes de ser vistos y cabezas empaladas a la entrada de una aldea desierta. Todo ello no hace nada por tranquilizarme. Vayámonos. El día está a punto de hacerse noche y queremos llegar al refugio del Pedral… si es que sigue en pie -los dos hermanos asintieron y caminaron lentamente hacia la salida de Endrinal. Quizá el camino hasta la posada no fuera a ser tan sencillo como ellos habían creído.


Áravo notó como el sudor empezaba a formar caminos de sal en su frente. Cinco horas de camino habían sido más que suficientes para constatar lo que los tres suponían: los jinetes habían llegado por el camino principal del este y habían desaparecido por la misma ruta, dejando tras de sí abundantes huellas. Como si no les preocupara que nadie les siguiera, pensó el mayor de los hermanos Lascafina con preocupación.

-Quizá sería buena idea si nos saliéramos del camino y revisáramos las huellas volviendo de entre los árboles cada mil pasos. Parece que siguen el camino hacia el este… y sabéis que hasta que lleguemos a la encrucijada, no hay otro camino para hombres a caballo. Una vez que veamos dónde están y cuántos quedan con vida, podremos evaluar mejor qué hacer con ellos.

Erod y Fergad  se lanzaron miradas de inquietud y el primero avanzó un paso para acercarse a a Xandos.

-Escucha… los tres estamos de acuerdo en que tú eres quien más sabe de esto de luchar y enfrentarse a enemigos, pero Fergad y yo estamos un poco preocupados porque quizá no recorremos el mismo camino con los mismos planes en mente.

-Verás, Xandos -interrumpió Fergad- se supone que vamos a rastrear a quienes atacaron nuestro pueblo, no a vengarnos de ellos luchando de nuevo. Ayer por la noche tuvimos mucha suerte y estamos agradecidos a Valion por ello…

-Pero -terció Erod- somos granjeros, pastores y cazadores, no tendría mucho sentido que tiráramos por el suelo la suerte de ayer haciendo algo estúpido hoy. Veamos hacia dónde se dirigen y avisemos a la guardia cuando suba a Rodel, ¿de acuerdo? No hagamos nada más que lo que dijimos que haríamos.

Xandos trató de no mostrar en su rosotr la ira que notaba crecer en su interior. Con calma, sonrió y se encogió de hombros.

-Lo siento si parezco ansioso por encontrarme con los jinetes, pero después de anoche, tengo quizás demasiada sangre frente a los ojos. Tenéis razón. Solo rastrearemos, nada más.

Los otros dos sonrieron, palmaron al joven en la espalda y se introdujeron entre dos árboles, dispuestos a acortar la ruta siguiendo a campo través. Xandos caminó tras ellos aferrando con fuerza el pomo de la espada.

En las dos siguientes horas recorrieron por el bosque el equivalente a casi cuatro horas siguiendo el camino y, cuando salieron con cuidado de entre la maleza, las huellas de los jinetes volvieron a aparecer marcadas en la tierra con gran detalle. Xandos sonrió para sí mismo y se volvió a internar en el bosque. Si seguían ese ritmo de avance respecto a los atacantes, quizá mañana a mediodía les podrían dar caza.


El camino hasta el refugio del Pedral estuvo cargado de falsas alarmas y de peligros inexistentes pero aún así temidos por los tres rodelianos. Cada recodo se convirtió en una trampa potencial y cada ruido entre las ramas en una flecha a punto de ser disparada. Cuando, finalmente, llegaron a ver el refugio comunal del Pedral, con su techo de paja hundida y su puerta de listones mil veces reparados por los diferentes vecinos que usaban el camino de la montaña, se sintieron cansados y contentos de seguir con vida. Ningún peligro concreto los había amenazado durante el viaje, pero los sucesos de la noche anterior, la visión constante de las huellas en el suelo y el recuerdo cercano de las ruinas de Endrinal, eran suficientes para jugar malas pasadas a la calma y sentido común de cualquiera.

Cuando abrieron la puerta de la choza que servía como refugio les sorprendió ver que el suelo estaba lleno de manchas de tierra y que las dos camas de paja que siempre estaban contra la pared se encontraban ahora situadas en la mitad de la sala, tumbadas sobre un lateral a modo de barrera. Al ver esto, Xandos desenvainó su espada y avanzó pegado a la pared, mientras su hermana preparaba la honda y Engus lanzaba nerviosas miradas al camino exterior.

No había nadie tras las camas, pero saltaba a la vista que alguien, herido, a juzgar por las tiras de lienzo ensangrentadas en el suelo, se había pertrechado hace no mucho tiempo tras las sencillas estructuras.

Xandos se arrodilló y tocó con la mano izquierda una de las tiras. La sangre estaba aún fresca. Rápidamente miró a su alrededor y se fijó en la pequeña ventana que se abría a la parte trasera del refugio, donde se guardaba la leña sobrante para el fuego del hogar.

Hizo un gesto a Maela señalando con la espada hacia la pared este y su hermana asintió y buscó con la mirada a Engus. Cuando el cabrero se percató de ser observado, enarcó las cejas y miró con algo parecido al temor hacia la ventana que los Lascafina le indicaban.

Xandos avanzó hacia la puerta de salida y pasó junto a Engus susurrando.

-Creo que hay alguien en el depósito de madera.

En cuanto dobló la esquina de la choza, una figura vestida de negro salió corriendo de las sombras donde había estado agazapada, tratando de llegar al camino sin ser vista. Xandos tuvo tiempo de levantar la espada y desviar, con más suerte que pericia, el golpe de una espada curva empuñada por un hombre cuyo rostro parecía haber salido de sus pesadillas. Una cara surcada por cicatrices, con compactos mechones de pelo moreno pegados en la frente a una herida malamente vendada que parecía estar aún sangrando.
El joven retrocedió gritando “¡A mí!” y desvió sin elegancia un nuevo mandoble que le acosó desde la izquierda y que le hizo forzar su posición, dejado tras de sí un sordo dolor en la mano que empuñaba el arma. Estaba claro que habían encontrado a uno de los jinetes oscuros.

Engus apareció a su espalda y se lanzó rápido con la espada en alto, gritando algo que guardaba más parecido con un gruñido que un grito de guerra. El hombre de negro continuó su carga y desvió el filo de Engus, propinándole un puñetazo con la mano izquierda en la mandíbula y tratando de golpear al cabrero, que trastabilló unos pasos hacia atrás, lanzando un tajo a su costado izquierdo.

Xandos se lanzó al ataque por primera vez y frenó la hoja del jinete herido poco antes de que Engus cayera al suelo y rodara hacia el camino dejando caer la espada en una de sus vueltas. El hombre de negro pareció ver en esta caída una oportunidad de escape y trazó un amplio arco con la espada, amenazando la cabeza de Xandos y obligándolo a retroceder contra la choza. A espaldas del atacante apareció la figura de Maela con su honda emitiendo un sonido que le era más que conocido. Confiando en la puntería de su hermana, Xandos blandió la espada frente al atacante para mantenerlo clavado en su lugar y sonrió con felicidad cuando la piedra lanzada por Maela golpeó al hombre en una pierna, haciendo que la figura cayera al suelo con la rodilla derecha dolorosamente doblada.

Pese a la brutal caída, el jinete lanzó un fondo con su espada tratando de ensartar a Xandos en ella, pero el hijo de Lucio desvió la hoja con facilidad y continuó el recorrido de su golpe, internándose en el alcance de la espada larga y hundiendo su acero en el hombro del atacante. Justo en ese momento, una nueva piedra salió disparada de la honda de Malea y golpeó al jinete en la pierna que mantenía aún apoyada firmemente en el suelo. El jinete lanzó un grito que aumentó de intensidad cuando trató de trazar un nuevo arco y golpear a Xandos en el brazo derecho. Sintiendo la cercanía de la espada enemiga, el joven se apartó y retiró la espada llevando consigo un hilo de sangre que colgó por segundos de la punta de la espada hacia el suelo, marcando con gruesas gotas los pies de Xandos como un mal auspicio.

El jinete cambió la posición de sus piernas tratando de incorporarse con la espada apuntando directamente al pecho del joven y, con un movimiento más rápido de lo que su aparente estado podría haber sugerido, se lanzó contra él con toda su fuerza, solo para encontrarse con el filo que Engus blandía en un poderoso golpe de abajo a arriba y que cortó el justillo de cuero del jinete a la altura de su estómago, hundiéndose varios centímetros en la carne blanda y haciendo que el jinete soltara su arma al mismo tiempo que su boca, con una mueca desencajada, exhalaba por última vez antes de escupir un borbotón de sangre y caer al suelo temblando espasmódicamente. Con un gruñido que podía ser de esfuerzo o de felicidad, Engus levantó la espada y, murmurando una plegaria a Valion, la clavó sobre el cuerpo caído del jinete hasta tocar el suelo con su punta. El hombre de negro dejó de moverse y la noche pareció cubrir, completamente, el refugio del Pedral.


La primera guardia de la noche pasó sin que Fergad tuviera un solo segundo de tranquilidad. A pesar de llevar casi cuarenta años viviendo entre esos árboles, el continuo movimiento de las hojas le parecía formar algún tipo de mensaje susurrado por labios siniestros ocultos entre el follaje. Cuando la luna gibosa aparecía entre las nubes su tenue iluminación convertía en horrendas posibilidades cada sombra originada más allá de las ascuas que habían mantenido encendidas para calentarse durante la noche.

Con alivio, Fergad comprobó que la luna había avanzado lo suficiente como para dar el relevo al joven Áravo, que se encargaría de la peor de las guardias, la que partía el sueño en dos. Dejó el arco en el suelo para incorporarse y volvió a escuchar el movimiento de las hojas. Por costumbre, giró la cabeza y vio a lo lejos, al principio con sorpresa, una silueta que podía ser un hombre con un gran arco o un árbol. Sonrió ante su propia imaginación y apoyó la mano en el nudoso tronco caído sobre el que se había sentado para vigilar. Un nuevo movimiento llamó su atención y esta vez pudo ver con claridad la silueta del arquero segundos antes de que soltara su flecha. Un grito inarticulado surgió de su garganta y quedó interrumpido al poco de nacer, cuando la alargada flecha negra se clavó en su pecho haciéndolo caer hacia la menguada hoguera.

Áravo fue el primero en incorporarse y ver el cuerpo inerte de Fergad. Sin darse tiempo a pensar, se lanzó rodando hacia un lado del campamento, tratando de llegar a la zona en que las sombras eran más densas. En el suelo quedó un tanto desequilibrado por el golpe que una roca le propinó en el hombro al rodar sobre ella, y escuchó con horror el sordo sonido de un proyectil clavándose profundo en la tierra, cerca de donde él estaba.

Erod se levantó también de golpe y murmurando el nombre de Fergad se abalanzó sobre la hoguera, arrastrando el cuerpo de su compañero y soltándolo con horror cuando vio el estado en que unos pocos segundos habían dejado la carne expuesta de su cara. Un rápido vistazo le permitió ver a Áravo desaparecer entre las ramas al otro lado del claro y él mismo decidió hacer lo mismo, corriendo hacia el frente, con la intención de luego doblar sus pasos y tratar de reunirse con el chico. Sin embargo, cuando llegó al límite del campamento, se encontró con dos figuras que caminaban a su encuentro armadas con sendas espadas largas. Erod se maldijo a sí mismo por no haber dormido con la espada ceñida a la cintura y decidió arriesgarse a huir. De un salto pasó por encima de la exigua hoguera y trató de cambiar de rumbo en cuanto sus piernas tocaron el suelo, pero, de pronto, un lacerante dolor en el muslo izquierdo le hizo perder el equilibrio y se desplomó al borde del campamento, allí donde estaba su fardo con comida para el camino. Algo duro, posiblemente el suelo, golpeó contra su mandíbula y Erod sintió con un torrente de dolor paralizador cómo varios de sus dientes se partían dentro de su boca. Después de eso, dejó de sentir.


El amanecer llegó al refugio del Pedral cuando sus ocupantes se preparaban para partir. Un desayuno a base de pan y queso había marcado el punto y final a una noche en la que nadie había dormido demasiado. Los sucesos del día anterior habían dejado a Engus y a los dos hermanos en un estado de nerviosismo tal que cerrar los ojos y dormir parecía un esfuerzo sobrehumano.

Salieron del refugio y procuraron no prestar atención al montón de tierra recién movida que ahora existía a varias decenas de metros al norte de la choza. Engus trataba de no pensar en el blasfemo deleite que había sentido al acabar con la vida de aquel hombre. Maela trataba de anticipar posibles ataques en el resto del camino, haciendo lo posible por recordar cada tramo del tortuoso sendero que les llevaría al valle del Draco y, siguiendo el curso del río hacia el sur, a la Fonda de El Elfo Gris. Por su parte, Xandos aferraba el pomo de su espada corta con tal fuerza que sus nudillos se marcaban en blanco. La escaramuza de ayer había sido una prueba más de lo que él ya sabía: no estaba preparado para combatir. No había aprendido aún lo suficiente para luchar como Lucio o Áravo luchaban. Y estaba en un camino que, quizás, lo llevaría a situaciones mucho más peligrosas. Hasta Maela estaba mejor preparada para la vida de la batalla que él. Él era tan solo un niño jugando a ser adulto, una pálida imitación de su padre y de su hermano.


Áravo corrió hacia la montaña con toda la fuerza de su cuerpo, cayéndose al suelo y golpeándose con ramas invisibles en la oscuridad de la noche. Sintió tras de sí la carrera, igualmente frenética, de al menos dos hombres y, en una ocasión, algo le golpeó en la espalda con fuerza, causándole casi tanto dolor como cualquiera de las caídas anteriores. Cuando llegó el momento en que su cuerpo le gritó que no podía avanzar más, tras lo que parecían horas de carrera, Áravo se obligó a seguir corriendo, sintiendo paso tras paso el dolor de cuchillos hechos de músculo contra nervio clavando sus garras más allá de sus piernas, llegando a su cabeza, anclándose en su corazón que ahora bombeaba con fuerza de tambor a punto de romperse. Corrió hasta que la montaña se lanzó contra él y las ramas de un arbusto hecho de acero  se clavaron en sus brazos, rasgaron su frente y aferraron sus manos con uñas cargadas de salvia. Entonces, con la última chispa de energía, Áravo abrió los ojos cubiertos de sangre ligera y vio, pocos metros por encima de donde se encontraba, el resplandor incipiente del amanecer brillando sobre la cumbre bajo la cual reposaba el túmulo de Arid-Mur. Casi había llegado, pensó Áravo antes de perder el conocimiento, exhausto por el esfuerzo y la sangre perdida por una herida en la espalda que aún no sabía le había causado un puñal lanzado con demasiada poca fuerza.


El amanecer llegó también a un claro que había sido campamento de tres rodelianos. Los primeros rayos de sol cayeron sobre los ojos febriles de Erod como sal sobre herida abierta. La idea del movimiento le causaba tanto dolor como el estar inactivo sobre su pierna izquierda. Cuando se atrevió a mirar más allá del velo rojo que cubría sus ojos, Erod comprendió el error de todo lo que él y sus compañeros habían supuesto.

-Buenos días, señor granjero -dijo con acento decididamente extranjero la figura envuelta en una túnica oscura con tenues dibujos plateados- Usted y yo tenemos discutir sobre su futuro.

Y Erod supo que moriría a manos del hechicero.



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