sábado, 3 de noviembre de 2012

Crónica de Arid-Mur en PDF y ePUB

Una pequeña aldea de montaña y unos extraños atacantes. El misterio de un túmulo cuyo origen se pierde en las nieblas de la historia. Personas normales que deben enfrentarse a sus temores para convertirse en héroes...

Debo reconocer que estoy muy satisfecho con el resultado de la Crónica de Arid-Mur pero el formato blog puede que no sea el mejor para su lectura, así que los he exportado a formatos más aptos para pantallas, lectores o tablets varias. No se trata de un documento con ilustraciones ni lujos de ningún tipo... pero facilita la lectura :)

Una de las premisas que acepté cuando comencé a escribir la Crónica fue que no dispongo de tiempo libre para hacer algo más elegante con la historia, y está claro que este relato podría continuarse hasta formar la novela que tengo en mente... pero, de momento, las aventuras de los Lascafina terminan aquí.

Si habéis leído la Crónica, enviadme un mail o dejad un comentario para conocer vuestra opinión; siempre se agradece saber cómo se recibe lo que uno escribe.

Quizá dentro de unos meses disponga de horas libres que invertir en Historias Enmarcadas, y entonces volverá a ser un placer compartir con vosotr@s más relatos. Hasta entonces...

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viernes, 2 de noviembre de 2012

El túmulo de Arid-Mur (Capítulo 3º y último de la Crónica de Arid-Mur)


[Viene del Capítulo 2]


-Bien, bien, señor granjero -dijo el hechicero susurrando desde la menguante penumbra del amanecer- usted y sus amigos han causado más dolor del esperado.

Erod trató de retroceder lentamente, impulsándose con los brazos hasta chocar con el mismo tronco caído sobre el que el ahora difunto Fefgad se había sentado  durante su inefectiva guardia la noche anterior. Frente a él, el hechicero estaba flanqueado por dos de los jinetes vestidos con armaduras oscuras, ambos con las manos en el pomo de sus espadas largas.

-Por favor, no trate de huir. Su presencia será requerida a lo largo del día. Sería inconveniente tener que matarle y rastrear a su compañero. Hemos perdido bastante tiempo ya con este juego de cazar al torpe cazador.

Erod gimió cuando la sangre comenzó a circular con más fuerza en su pierna herida y trató de distinguir las facciones ocultas bajo la capucha pero solo pudo intuir una frente prominente y el brillo de unos ojos que ardían con el reflejo de algo distinto al naciente sol.

-¿Quiénes sois y qué hacéis en nuestras tierras? Somos campesinos sin riquezas y no nos entrometemos en las políticas de los valles o los grandes bosques -Erod tembló aún más cuando escuchó su propia voz, rota y cavernosa, deformada por la sangre seca que la noche había depositado en su garganta.

El encapuchado se limitó a emitir un terrible sonido, medio cloqueo animal, medio estertor moribundo, que quizá buscaba ser risa. Erod comprendió con curiosidad que el hechicero estaba, por alguna razón, agotado. Podía ver una mano crispada a modo de  garra animal, aferrando la gruesa tela de la túnica. 

-Ésta no es su tierra, señor granjero -dijo el hechicero al tiempo que se daba la vuelta y los dos hombres armados avanzaban hacia Erod- Ustedes se instalaron aquí después de una batalla que podría haber cambiado el mundo. Hoy, usted tendrá el honor de morir en la rectificación de ese penoso hecho, y Jotkar Lashid acabará por fin con Arid el Traidor.

Erod trató de impedir, en vano, que los dos hombres le ataron las manos con una cuerda burdamente trenzada y lo empujaron hacia el camino, haciendo que su pierna le hiciera gemir de dolor.


Maela había descendido por el camino de la planicie en muchas ocasiones. Había acompañado a su padre o sus hermanos en otoño en sus viajes a la Fonda para vender pieles o miel a los escasos pescadores que vivían en la ribera del Draco y, a veces, hierbas de montaña para sus mujeres. Había descendido el camino compartiendo el peligroso peso de los cestos cargados a sus espaldas, pero nunca había sido tan consciente de los peligros que el camino en sí entrañaba como ahora. Engus y Xandos habían comenzado el trayecto caminando como el día anterior, pero en algún momento habían decidido tácitamente, que era necesario avanzar más rápido, de modo que los tres trotaban ligeramente sobre la fría tierra del camino, dejando tras de sí una estela de polvo y piedras que se desprendían y les acompañaban peligrosamente en al bajada.

Xandos mantenía sus manos agarradas a las asas de su fardo, tratando de minimizar los arcos que el equipo trazaba a su espalda con cada paso. Sabía que descender así era una locura pero, después del encuentro de la noche anterior, necesitaba llegar cuanto antes a su destino y cumplir la misión a la que él mismo se había ofrecido voluntario. Necesitaba dejar atrás el cuerpo ahora enterrado de aquel hombre que había salido de la oscuridad para arrasar su aldea una noche y tratar de matarle en la siguiente. El pensamiento de haber sobrevivido al ataque hizo que su paso se acelerara aún más.

Engus trataba sin éxito de recordar una plegaria que su madre solía murmurar cuando él o sus hermanas caían enfermos. Cada nuevo paso retumbaba en sus tímpanos con un estruendo que el cabrero asociaba a los tambores de guerra en las historias de los bardos. No podía comprender qué es lo que había pasado con su vida en apenas un día y medio. ¿Cómo había dejado de ser un tranquilo pastor para convertirse en un asesino? ¿En qué momento había decidido que tomar su arco de caza, con el que antes solo había abatido liebres o algún corzo, y encaramarse a un tejado para matar atacantes, o hundir su espada en el pecho de un hombre era algo que él podía hacer? Y lo que resultaba aún más terrible, ¿en qué momento había comprendido que le gustaba la sensación de miedo y poder simultáneo que ello entrañaba.Negando con la cabeza, como para alejar esos pensamientos, buscó de nuevo en sus recuerdos la plegaria de su madre y continuó al trote su rápido descenso.


Áravo escupió una bocanada de sangre mezclada con saliva tratando de congelar el dolor de su pecho con el frío aire de la mañana. Con un esfuerzo que era tan físico como mental se puso de pié y apoyó su peso contra uno de los pequeños árboles que, enclenques y vencidos por los vientos de la cumbre, levantaban sus pocas ramas sobre el mar de arbustos que los rodeaban. 

Trató de dar unos pasos y comprobó con satisfacción que sus piernas estaban bien. La espalda le dolía con aturdidora constancia y su boca era un foco de gritos reprimidos. Recordó vagamente la sensación de romper dos dientes en la caída. Pero eso ya no importaba.

Echó mano al cinto por tercera vez, asegurándose de tener aún su espada ceñida y miró con decisión el camino que conducía a la cumbre, visible con un reflejo amarillento unas decenas de metros al norte. Los atacantes de Rodel habían irrumpido en el campamento durante la guardia de Fergad y ahora él estaba muerto. Había escuchado el terrible grito de Erod y recordó la sensación de pánico y urgencia que impulsó su carrera la noche anterior. Ahora solo estaba él. Solo él podía llegar hasta el valle interior y ver si los jinetes se dirigían realmente al túmulo de Arid-Mur.

Comenzó a subir por el camino atento a sus pasos, tratando de mantenerse lo suficientemente encorvado como para quedar parcialmente oculto bajo las finas ramas de los árboles. No quería arriesgarse a que sus perseguidores le vieran si aún estaban cerca. Los últimos metros, desprovistos de vegetación alta, los recorrió arrastrándose por el suelo, serpenteando trabajosamente entre las blancas rocas que coronaban la montaña. A unos pasos de llegar al punto más alto, tuvo la sensación de haber realizado una gran azaña, a pesar de que había recorrido el camino desde Rodel al túmulo en múltiples ocasiones. Todos los niños de la aldea habían subido alguna vez hasta el valle del túmulo para ver, desilusionados, el montículo cubierto de maleza asentada sobre tierra y enormes sillares de piedra que formaban la tumba de una importante personalidad, muerta cientos de años antes. Según qué abuelo contase la historia, bajo Arid-Mur yacía un poderoso guerrero, un tirano cubierto de maldiciones, un brujo que se había inmolado al perder el control de su propia magia o un noble que se había hecho enterrar en vida para reunirse con su amante fallecida. Lo que hubiera bajo la suave colina no tenía tanta importancia en sí mismo, pensó Áravo, como el hecho de que el hechicero y los jinetes habían torturado y asesinado al maestro para descubrirlo. Si ellos se dirigían al túmulo, Áravo tenía que verlo con sus propios ojos y regresar al pueblo para alertar a los vecinos y esperar a que la Guardia llegase. Siguió reptando y sonrió ante la idea de ver el castigo que recibirían los asesinos de sus vecinos.

Reptó sobre la última roca y se cobijó tras un peñón blanco que marcaba el punto de descenso. Frente a él se abría el estrecho valle del túmulo, con el riachuelo Mur en su lado más occidental, el oscuro Pico de Ziggur marcando el límite con el Bosque de las Arañas al este y la elevación del túmulo en el centro, apenas a medio kilómetro en suave descenso de la cima de la montaña. Áravo sintió cómo su corazón palpitaba desbocado al ver el campamento de tiendas oscuras que varias decenas de hombres, vestidos con oscuras armaduras, montaban junto al túmulo.


 Erod recuperó la consciencia por enésima vez desde que emprendieran el camino. Seguía estando maniatado y tumbado como una manta de viaje, saltando sobre el lomo de un caballo que se movía con brusca rapidez, y notaba con preocupación la intensidad del dolor en su pierna y el creciente embotamiento de su cabeza que le producía escalofríos seguidos de horribles olas de calor. Al frente, tres jinetes marchaban al trote y, a su espalda, rodeado por cuatro figuras más y siniestro como una bandada de cuervos volando en noche de tormenta, se encontraba el hechicero, balanceándose extrañamente sobre su montura.

Desde que salieran del bosque y se reencontraran con el resto de los jinetes en el camino, habían avanzado rápidamente en la creciente luz, trotando con urgencia sobre el camino de grava prensada. En su duermevela febril le sorprendió que ninguno de los caballos sufriera un accidente al recorrer así este terreno, por todos era sabido que los caballos en el camino de la montaña debían ir al paso, algo más rápido era una invitación a piedras desprendiéndose y patas rotas. Una nueva curva hizo que el caballo se desplazase hacia la derecha, y Erod volvió a golpear su cabeza repetidamente contra la tersa y olorosa piel del animal. Todo se volvió oscuro lentamente  y el rodeliano se dejó engullir por ella, prefiriéndola a la cruenta realidad.


Xandos casi se sorprendió cuando el camino dejó de ser un descenso y la montaña dió paso al panorama abierto de la enorme extensión que era la planicie. Tras horas de paso más o menos rápido, con la frente cubierta por una capa de sudor y polvo del camino, por fin habían llegado a la tierra baldía que separaba las montañas del río Draco, y éste del Bosque Viejo. Se detuvo para recuperar la respiración y esperar a sus dos acompañantes. Engus y Maela se habían retrasado en uno de los tramos más pendientes y, aunque habían permanecido siempre a la vista unos de otros, el joven había disfrutado del camino en solitario, quemando con el ejercicio buena parte de las preocupaciones que la mañana había traído consigo.

Maela llegó la primera, con las mejillas enrojecidas por el esfuerzo y un brillo animado en la mirada.

-¿Cansado ya, Xandos? Después de esa escapada tenía miedo de que siguieras corriendo hasta la Fonda para dar tú solo la noticia del ataque y contarle a Atima que tú derrotaste con tus manos a veinte jinetes en el pueblo y a diez más en el camino.

Por un segundo, Xandos mostró sus sorpresa, pero pronto comprendió que su hermana buscaba bromear con él y no insultarle de ninguna manera. Engus llegó sofocado justo cuando él comenzó a responder.

-Quizá si te movieras con más rapidez, en vez de seguir retrasándonos, yo no tendría que hacer esta parada y Engus no tendría que seguir vigilando tu espalda, hermana.

Engus los miró con evidentes muestras de no entender lo que estaban diciendo y trató de hacerse oír por encima de su propia respiración.

-No es que -dijo y volvió a tomar aire expulsándolo ruidosamente- no pudiera seguiros -de nuevo se interrumpió a sí mismo para tomar aire, esta vez con los brazos en jarras y mirando hacia el horizonte con la boca abierta para absorber más aire- pero el camino es peligroso y hay que tener… 
En la cara, aún enrojecida y sudorosa, del cabrero se dibujó un gesto de intriga. Levantó un brazo y señaló con el dedo hacia el suroeste. Automáticamente, todos miraron en la dirección indicada y pudieron ver una fina columna de humo que parecía demasiado cercana para ser algún asentamiento de pescadores del río. Lo más preocupante era que varias sombras aladas volaban en amplios círculos sobre el lugar.

-¿Carroñeros sobre un campamento? El humo y la actividad deberían ahuyentarlos -dijo Xandos mirando a su hermana, que había dedicado incontables horas en su niñez a observar el comportamiento de las aves de la montaña.

-Debería ser así… siempre que haya movimiento en el campamento -respondió Maela lanzando una mirada de angustia a sus dos acompañantes. 

Engus soltó un gruñido mientras apoyaba sus manos en las rodillas, flexionando un poco las piernas en un gesto que podría haber sido el principio de una caída pero que se convirtió en un nuevo trote rápido. Los dos Lascafina lo siguieron sin decir nada. Todos pensaban en las múltiples huellas que seguían marcando el suelo sobre el que corrían.


Áravo movió lentamente sus brazos para desentumecerlos del frío que mordía con fuerza hueso y músculo desde hace horas. La roca detrás de la que se cubría parecía hecha de hielo sólido y turbio, con redondeadas aristas que ahora, después de horas de contacto, parecían afiladas como cuchillas de sanador. 

Había podido contar unos veinte hombres pertrechados como los que asaltaron Rodel, pero ninguno de ellos estaba herido y había una línea de caballos en el extremo meridional que parecía estar formada por más o menos el mismo número de monturas. Sin embargo, por la forma en que los hombres levantaban las tiendas, desensillaban sus caballos y empezaban a armar hogueras alrededor del campamento, era evidente que habían llegado no hacía demasiado tiempo. Siendo así… ¿por qué no habían participado en el ataque a Rodel?

Le sorprendió observar que varios de los hombres formaban un perímetro entorno al campamento y otros alrededor del túmulo en sí, compartiendo dos de los guardias un mismo puesto de vigilancia. Todos ellos daban pequeños pasos, para alejar el frío, pero se mantenían en su posición observando hacia el exterior, con los brazos cruzados y las manos hundidas bajo las axilas. En el centro del campamento se podía ver una tienda ligeramente más grande que el resto, también hecha de lona oscura y con un estandarte que se ondeaba lentamente con el ocasional viento de la montaña. Desde la cima, Áravo no era capaz de distinguir ningún tipo de motivo en el estandarte, y se preguntó si no sería, como el resto de las tiendas y sus ocupantes, simplemente un elemento oscuro, sin color ni más referente que su propia presencia. En un extremo del campamento había una tienda custodiada especialmente por un centinela que lanzaba miradas ocasionales a su interior y se movía con más libertad que sus compañeros en el perímetro.

La tranquila escena se rompió cuando el sol comenzaba ya su marcado declive. El sonido de cascos comenzó a resonar en el valle, e incluso desde su retirada atalaya, Áravo podía escuchar el eco resonar varias veces antes de desaparecer en la lejanía. Pronto apareció el origen del sonido: una comitiva de unas siete o nueve personas a caballo surgieron del camino bajo del oeste, el mismo que conducía al norte de Rodel. 
Tratando de permanecer oculto, Áravo descendió un par de metros entre las rocas para poder ver con más claridad a los recién llegados, y comprobó con una mezcla de horror y alivio que Erod estaba atado en la grupa de uno de los animales, conducido por un jinete de menor tamaño que el resto. Uno de los últimos en aparecer en su campo de visión fue el hechicero, cubierto con la misma túnica oscura y rodeado por varios jinetes que se dirigieron inmediatamente a la línea de caballos. El jinete que custodiaba a Erod y el hechicero se dirigieron al centro del campamento y, antes de que pudieran desmontar, salió a su encuentro una alta figura vestida con ropas oscuras y algo que podría ser una capa o un escudo enorme ceñido a la espalda, hecho de un material parcialmente rígido que era también negro pero brillaba ocasionalmente con un tono cercano al bermellón.

El hechicero desmontó trabajosamente y se arrodilló ante el extraño y le tendió algo que sacó de un pliegue de sus ropajes. La figura de la capa cubierta de láminas o escamas -el movimiento había hecho evidente que se trataba de tal- tomó el objeto y puso sus manos sobre la cabeza del arrodillado hechicero. Áravo creyó ver, en un pavoroso momento de incertidumbre y, sin duda, ilusión óptica, algo similar a un brillante fulgor rojizo parecido a una lengua de fuego nacer de la mano de uno y recorrer con rapidez el cuerpo del otro. Cuando trató de enfocar la mirada y comprobar si lo que había creído ver era real o no, los dos hombres se separaron y ninguno de los jinetes cercanos dieron muestra alguna de haber presenciado algo poco convencional. El hechicero se dirigió al caballo que portaba a Erod  y, con un gesto autoritario, hizo que un jinete llevara al aparentemente dormido rodeliano a la tienda custodiada. Una vez que llegó a la entrada de la tienda, Áravo vio tuvo que reprimir un grito cuando el guardia de la misma separó la tela de la entrada y recogió de su interior unos grilletes que cerró con fuerza entorno al cuello inerte. Luego, el guardia que llevaba a Erod lo lanzó al interior de la tienda como si se tratara de un fardo de ropa sucia, y después caminó unos metros y desapareció dentro de una de las tiendas cercanas ya montadas.


Erod despertó sobresaltado cuando su cabeza golpeó contra el suelo apenas cubierto de hierba, abrió los ojos temiendo lo que iba a encontrar y comprobó que ya no estaba montado en un caballo sino que estaba en el interior de una casa… o algo similar, con varias personas mirándole. Trató de incorporarse pero sus manos estaban atadas con una cuerda que pronto recordó. Algo había cambiado. Su cuello estaba frío ahora. Alzó las manos y palpó con sorpresa la anilla metálica que rodeaba su cuello y que le unía mediante una cadena a las otras personas que le rodeaban. Trató de enfocar la mirada y pasar sobre la nube que embotaba su mente y le hacía tiritar: estaba en una tienda de lona clavada al suelo en los extremos y sujeta en el interior con un armazón de seis troncos finos.

-¿Erod? -Susurró una de las figuras que le observaban- ¿Qué te han hecho, Erod?

Y Erod reconoció de pronto la cara de quien le hablaba, y, poco a poco, las del resto de quienes estaban en la tienda. Solo entonces, por primera vez desde que comenzara su cautiverio, cedió a la ola de desesperanza y dejó salir un amargo grito, que nacía en los más profundo de su ser y contenía toda la rabia, el dolor y la desesperación que sentía. Gritó hasta que sus pulmones ardieron. Gritó hasta que su voz se convirtió en un aullido. Gritó hasta que el guarda entró en la tienda y le golpeó en la cabeza con la parte plana de su espada.


Maela contuvo las lágrimas una vez más y acarició afectivamente la mano de Enisa Roedur, la anciana de Endrinal que cada primavera le regalaba galletas durante la fiesta de la Cosecha. La misma que, año tras año, contaba historias sobre los tiempos del Marqués de Irusa y Lerisil, la hermosa princesa elfa que escapó de su padre para seguir los dictados del corazón. Maela trataba de sonreír mientras la fuerza desaparecía, segundo a segundo, de los ojos de la anciana moribunda. 

Xandos recorría las improvisadas literas en las que estaban tumbados otros cinco vecinos de Endrinal, tres de ellos ya muertos a consecuencia de evidentes heridas que apestaban a putrefacción y dos aún vivos pero apenas conscientes de estarlo. El tiempo había pasado tan rápido como la tierra bajo sus botas. Kilómetros y horas unidos por la necesidad que los tres tenían de saber qué había ocurrido en el pueblo vecino. El joven Lascafina notaba sus pies abotargados por la larga carrera que, salpimentada por escasas paradas, les había traído hasta este punto pero no era capaz de detenerse a descansar. Temía que si se dejaba caer al suelo, si dejaba de moverse, no sería capaz de levantarse nunca más. Sentía que sus pies y su corazón sentían el mismo dolor.

Por su parte, Engus permanecía de pié en medio de de aquella desolación de cuerpos y exiguas raciones consumidas en parte y pellejos de agua e inservibles horcas y azadas demasiado pesadas para servir de ninguna utilidad a las manos junto a las que yacían.

-Ataque… -murmuró Enisa, como en sueños- Hombres, todos, mueren… -continuó alzándose ligeramente y mirando a Maela con intensidad- Tres nos bajan… la Fonda… lejos… ya… -y su mirada se vuelve trasparente y la anciana se deja caer con brusquedad, respirando en ruidoso estertor. 

Engus observaba el rastro de pezuñas y pies que avanzaba hacia el suroeste, hacia el río y la Fonda del Elfo. Alguien había tenido que tomar la determinación de abandonar a los heridos y demasiado frágiles para llevar el mensaje del ataque a la Guardia hace uno o dos días completos. ¿Qué clase de persona hacía algo así? ¿Qué quería decir la vieja Ensina con “hombres, todos, muertos”? ¿Habían matado los jinetes a los pocos hombres que vivían en Endrinal?

-No tiene sentido -dijo Xandos en voz demasiado alta para el tétrico lugar en el que se encontraban- ¿por qué atacar también Endrinal?

-¿Qué haremos ahora? -preguntó Maela, aparentemente ajena a la conversación de sus dos compañeros- No podemos dejarlos aquí, así. Serán pasto de los carroñeros en cuanto caiga la noche… y para eso no falta mucho más.

-Desde este punto de la planicie hasta la Fonda se tarda toda una jornada de luz. No nos interesa caminar en la oscuridad y, como Maela dice -respondió Xandos dirigiéndose a Engus- no queda mucho para que caiga la noche.

Engus asintió y se dejó caer sobre el pisoteado suelo, acariciando con la mano el pomo de su espada.

-¿Qué clase de persona hace algo así? -lo escuchó murmurar Xandos.


Las horas pasaron sin cambios, salvo el creciente frío que dolía ya como una quemadura y su boca que ardía allí donde la caída había arrancado dos dientes. Desde que escuchara el infernal grito que había salido de la tienda en que habían arrojado a Erod, Áravo se debatía, su conciencia dividida en dos: una parte, la más sensata, le aconsejaba reptar hacia la cumbre de la montaña y descender el camino andado para llegar a Rodel lo antes posible y avisar al resto del pueblo. Otra mitad, la más temeraria, le gritaba que Erod era uno de sus vecinos y que no podía abandonarlo a manos de sanguinarios jinetes y hechiceros. Su mano derecha se apoyó igual número de veces en el pomo de su espalda que en la roca a su espalda para iniciar la retirada. La fuerza de ambas opciones le mantenía clavado en el mismo lugar, sin capacidad de retroceder y ponerse a salvo o hacer algo para ayudar a su vecino.

Cuando la luna se hizo visible en el firmamento aún azulado de la tarde, los fuegos comenzaron a arder en todo el campamento, creando puntos de luz que marcaban claramente el contorno y los puntos principales del mismo. Poco después, un hombre salió de la tienda principal y se dirigió a la que estaba custodiada, y adonde habían llevado a Erod. Inmediatamente el guardia se introdujo en la tienda y de ella comenzaron a salir unas cuatro personas ligadas entre sí por cuerdas o cadenas atadas a sus cuellos. Entre ellas Áravo creyó distinguir la silueta de Erod, pero no estaba seguro. La cada vez más tenue luz del atardecer hacía más difícil ver claramente qué estaba ocurriendo, sin embargo estaba seguro de que la figura que se había acercado al lado norte del túmulo era la del hechicero. Poco después de su llegada, comenzó a moverse con una extraña cadencia hacia adelante y atrás, moviendo los brazos al frente y trazando símbolos en el aire. Era evidente que los jinetes que vigilaban el perímetro estaban ahora mirando hacia el túmulo, sus oscuros yelmos reflejando ahora de perfil el brillo de las llamas junto a las que montaban guardia. De pronto una iridiscencia de tonos cobrizos comenzó a bañar la capucha del hechicero y frente a él las hierbas que crecían sobre el túmulo comenzaron a oscurecerse lentamente. Áravo no podía ver claramente pero algo parecía estar creciendo por encima del túmulo, una especie de agujero parecía estar formándose hacia el interior.

En el momento en que el cántico y el movimiento cesaron, la columna de prisioneros fue conducida hacia el hechicero y de la tienda principal salió un jinete portando una tea y precediendo a la figura cubierta con la capa negra de brillos rojizos, que ahora producía diferentes reflejos al pasar frente a los fuegos. Cuando la imponente figura llegó frente al túmulo, el hechicero se acercó al agujero y una pequeña luz comenzó a flotar sobre él, iluminando la entrada de lo que ahora Áravo reconoció claramente como un túnel perfectamente delimitado. Sin un gesto visible, todos se internaron en el túnel: primero el hechicero, seguido de dos guerreros y la columna de de prisioneros, luego un guerrero más y, por último, el hombre que era a todas luces el líder del grupo.

Áravo no pudo evitar incorporarse por encima de la fría roca cuando un horrendo y angustioso grito surgió del túmulo, como si saliera de las entrañas del mismo reino de Penumbra, coincidiendo con el golpe de un potente rayo, surgido de un cielo sin nubes de tormenta, que golpeó justo en el centro del túmulo haciendo saltar tierra y roca por los aires y llenando la noche incipiente con el ruido atronador de un trueno simultáneo.


Erod avanzó con temor por el pasadizo tallado en la misma roca. Sus ojos hacían aparecer frente a él luces de diferentes colors y en varias ocasiones se sintió caer al suelo solo para ser recogido por las gentiles manos de Mino, uno de los tres vecinos de Endrinal que estaban encadenados con él, o por las rudas garras de los hombres de las armaduras negras. Caminó sabiéndose morir con cada paso hasta que llegó a un pasadizo distinto. Un túnel  más ancho y construido a base de sillares mohosos que olían a humedad y putrefacción. Sintió que su estómago se doblaba y vomitó con fuerza sobre una de las paredes, tratando de apoyar en ella sus manos atadas para no caer al suelo y sintiendo sólo la blanda humedad de un hongo que, lejos de detener su descenso, lo hizo resbalar con mayor rapidez. Un olor a cementerio inundó el pasadizo cuando logró sacar sus manos de la gelatinosa superficie y uno de los guardas avanzó y lo sujetó por la cadena, obligándolo con brusquedad a caminar hacia el frente.

Trastabillando llegó a una sala mucho más amplia que estaba iluminada por varias teas en manos de los guerreros y por una extraña luz que parecía volar sobre las otras figuras ya dentro. Lo que vio en el centro de la sala le hizo lanzar una exclamación. Una alta figura cubierta con una capa hecha de grandes escamas marrones pasó a su lado y una mano tiró de su anilla. Con sorpresa comprendió que alguien estaba accionando el resorte que liberaría su cuello pero su mente tardó unos segundos en comprender que eso no era una buena señal. Sus compañeros de cautiverio gritaron y trataron en vano de avanzar cuando dos de los hombres empujaron a Erod al centro de la sala. Uno de ellos, Orped Azual, pastor y quesero con el que había hecho negocios en el pasado, llegó incluso a enfrentarse con uno de los guardas.

-¡No sabéis lo que estáis haciendo! -gritó el quesero antes de que el guarda lo abofetease con fuerza.

 El hechicero y el otro hombre, ajenos a la conmoción, estaban entonando un cántico cuyas notas resonaban terribles en la piedra del túmulo y Erod se obligó a lanzar una nueva mirada al centro de la sala. ¿Cómo era posible? ¿Había perdido finalmente la cordura? ¿Estaban vivas o muertas aquellos hombres? Se dejó caer de rodillas e, inmediatamente, unas fuertes manos lo levantaron y llevaron junto al hechicero y al otro hombre cuyos ojos, comprobó Erod con aterrorizada incredulidad reflejaban ahora un brillo rojo que no pertenecía a ningún color presente en la sala. El hombre de los ojos infernales levantó una mano con uñas afiladas como garras y el rodeliano supo que su vida estaba a punto de terminar. Con el último resuello de sus pulmones se lanzó con los dientes abiertos como fauces de lobo hacia el cuello de su enemigo y un nuevo grito de venganza y desesperación salió de su dañada garganta. En un segundo que duró lo mismo que toda su vida anterior vio como la garra aferraba su garganta y la figura se giraba sobre sí misma, sin cesar su cántico. Una fuerza imposible aplastó su garganta y se clavó en su carne produciendo una explosión de dolor que terminó con su consciencia.

Erod Pelliz observó sin emoción cómo su sangre surcaba el aire helado del túmulo, bañando las inmóviles figuras que,en el centro de la sala, batallaban en un silencioso combate de siglos. Falleció con el ruido del trueno en sus oídos.

Xandos salió de su ensimismamiento cuando un lejano trueno le recordó el tétrico lugar en el que estaba. Pero eso no era todo… algo más había llamado su atención. Se incorporó y vio la figura de su hermana erguida y mirando hacia el suroeste.

-Jinetes -susurró Maela -vienen cabalgando con antorchas. Nadie hace eso si quiere pasar desapercibido.

A su espalda, Engus se puso en pie sacando ruidosamente la espada de su vaina.

-Aunque esperes que la luz de Valion ilumine tu casa, prepárate por si un fuego quema tu pajar -citó Engus el viejo refrán, y comenzó a caminar hacia los jinetes, deteniéndose una decena de metros más allá del improvisado campamento y plantando su propia antorcha en el suelo para que le pudieran ver. Xandos y Maela le imitaron, dibujando con sus luces una línea de tres puntos.

-Si Engus tiene razón… -comenzó a decir Xandos a su hermana.

-Si Engus tiene razón, los dos tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos -lo interrumpió  dirigiéndole una sonrisa- En cualquier caso, hermano, no hace falta decir cosas que los dos sabemos.

Sus tres sombras fluctuaban con el movimiento de las llamas pero ninguno de ellos se movió hasta que el ruido de los cascos se detuvo y una voz tronó desde la distancia.

-¿Quién detiene el avance de la ley de Valión?

Maela lanzó un suspiro de nerviosismo y Engus respondió con rapidez.

-¿Pertenecéis a la Guardia de la Marca del Este?

-¡El Ejército del Este, querrá decir, campesino! ¿Quién se atreve a frenar nuestro avance? ¿Son ustedes también vecinos de Endrinedo? ¿Ha habido nuevos ataques?

-No somos vecinos de Endrinal, señor soldado -respondió Maela- sino de Rodel, y nuestro pueblo a sufrido también un terrible ataque en el que hemos perdido tres hombres. 

-¡Un hechicero también formó parte del ataque! -añadió Xandos.

Los soldados avanzaron hasta crear un arco de luz en el que todos podían verse las caras. El hombre con el que habían hablado llevaba una casaca amarillenta que quizá en otros tiempos fue dorada y una cota de mallas con el emblema de la Marca del Este en el pecho. Una gastada cimera y una espada a dos manos reposaban atados con cinchas de cuero tras el jinete. Su rostro barbado mostraba más el paso de los combates entablados que el de las estaciones vividas.
-Mi nombre es Roviro de Leciobranco, soy capitán de la guarnición itinerante del Norte. Hemos escuchado historias similares a la vuestra en los últimos dos días. Un mensajero enviado desde una posada junto al Draco nos informó de que ese pueblo -el capitán dudó por un par de segundos como buscando en las palabras recientemente escuchadas- Endrinal, había sido atacado. Los tres supervivientes también nos han dicho que un hombre del pueblo, un tal Orped Azual, había guiado a los atacantes indicando las casas de dos hombres que no eran oriundos del pueblo sino que habían llegado de otras partes de la Marca.

Maela se llevó la mano a la boca y suprimió un grito mirando a su hermano. ¿Orped Azual? ¿El hombre que vendía los quesos y mantequillas en la feria y guiñaba el ojo a cuanta jovencita cruzaba su camino? ¿Él había causado el ataque?

Los soldados decidieron acampar en la planicie para evitar la tormenta que visiblemente estaba azotando las montañas y durante las siguientes horas, los tres rodelianos contaron su historia y scucharon con alivio que Gladur, uno de los hijos de la familia Fontañer y amigo de los Lascafina, era uno de los supervivientes y que había permanecido en la Fonda para descansar una noche y emprender el camino de regreso al siguiente día. A Xandos no le sorprendió saber que el joven había jurado frente al capitán de Leciobranco vengar la muerte de su familia haciéndose un tajo en la mano izquierda con un cuchillo de la Fonda. 


El tercer grito hizo que Áravo comprendiese algo que su mente no podía entender pero que su corazón gritaba con demasiada fuerza. Quizá él no hubiera nacido un héroe y quizá no supiera a dónde le conducía el camino que estaba a punto de emprender, pero era necesario que hiciera algo. Los múltiples rayos caídos sobre el túmulo se habían visto acompañados por la llegada de una gran tormenta que estaba encabritando a los caballos, apagando el fuego de las hogueras más pequeñas, arrancando de su sitio algunas tiendas y creando el caos por todo el campamento. Con este pensamiento en mente, Áravo comenzó a descender la pendiente, serpenteando entre las grandes rocas y tratando de mantenerse oculto. Buscando la forma de llegar hasta el riachuelo y cruzar por el punto del perímetro menos iluminado; aquel en el que dos hogueras se había apagado y los centinelas estaban envueltos en mayor oscuridad.

Un cuarto grito resonó y trajo un nuevo relámpago que iluminó todo el valle. Áravo se escondió y trató de memorizar la situación de los centinelas. Aprovechando la reverberación del trueno entre las montañas, salió corriendo y descendió hasta el Mur, teniendo cuidado al cruzar sus gélidas aguas. Llegó al punto intermedio de los dos centinelas con la sensación de que el corazón se le escaparía por la boca, llevaba la espada desenfundada pero envuelta en su propia capa, para evitar que el brillo del metal pudiera delatarlo si algún jinete se acercaba con una antorcha. Temiendo la llegada de un nuevo grito, se armó de valor, pensó en su padre y encomendó su alma a Valion corriendo hacia el túmulo.

Estaba a menos de cinco metros de la entrada cuando un jinete dio la voz de alarma a su espalda y Áravo escuchó en su mente un toque de combate tan claro como el que su abuelo había escuchado al servicio de la Guardia. Con un gesto amplio desembarazó la espada y cargo en diagonal contra la entrada del túnel. Si algo bueno podía salir de esta insensatez, primero debía sacar a Erod de esa tumba centenaria. Un nuevo grito restalló en la noche y el hijo mayor de Lucio Lascafina entró en el túmulo al tiempo que un relámpago iluminaba el cielo nocturno.

Una flecha silbó sobre su hombro cuando se internó en el pasadizo y el brillo residual del relámpago le permitió intuir la sombra que avanzaba hacia él desde el interior, en un pasillo que parecía más grande que el que él ocupaba. Con un movimiento que su padre consideraba el más alto punto de la esgrima marcial, se lanzó rodando hacia delante y trazó un arco ascendente con su espada. Tal y como su padre le había enseñado, este movimiento bloqueó el sencillo golpe con el que su oponente había reaccionado y levantó la espada de su enemigo haciendo que golpease el techo del pasadizo. Sin detenerse a pensar, Áravo aferró la espada con dos manos y descargó un poderoso golpe descendente sobre el cuello del guerrero oscuro, que dejó caer la espada y se colapsó sobre sí mismo emitiendo un gemido de dolor. Continuó su avance escuchando tras de sí el ruido de botas acercándose a la entrada. Se negó a pensar en las consecuencias de su acción y cargó con renovada fuerza hacia adelante. Al frente veía la luz de una sala más grande en la que había varias figuras. Directamente frente a la entrada se encontraba la inconfundible silueta de otro jinete. Con un rápido movimiento de muñeca, sacó su daga del cinturón y la lanzó a ciegas contra la parte superior de la figura. Escuchó el golpe y vio con deleite cómo su nuevo adversario retrocedía unos pasos. La daga replicó contra el suelo de piedra después de  golpear, Áravo suponía, al jinete con la empuñadura. Pero esa era toda la ventaja que necesitaba. Sintiendo en su interior una fuerza que era tan sólida como las peñas y más fría que las aguas de los ríos que bañaban la tierra  en que su familia había vivido desde hacía más de seis generaciones, se lanzó de nuevo al ataque.

Salió del túnel y amagó una huída hacia la izquierda, cambiando el peso de pie en el último momento y desplazándose ligeramente hacia la derecha, obteniendo una mejor visión del flanco izquierdo del jinete. Avanzó primero y pivotó después sobre el pié izquierdo y giró doblando las rodillas blandiendo su espada a la altura del muslo de su oponente, golpeando en parte las escarcelas metálicas que protegían la parte superior de las piernas pero llegando a hundir el filo a lo largo de la parte trasera. Sesgando carne y músculo con la fuerza del golpe. Disfrutando de la inercia, Áravo golpeó al frente describiendo un círculo en el aire y siguió avanzando mientras el jinete caía al suelo gritando en su lengua. Dos pasos más lo acercaron al centro de la sala y es espectáculo que presenció le hizo frenar su ataque.

En el centro de la sala había diversos cuerpos inertes, todos ellos vecinos de Endrinal, y cinco figuras; la más cercana era un guerrero que observaba a Áravo con horror y aferraba su espada con dos manos, indeciso ante la idea de cargar, mientras miraba la escena que tenía lugar a su espalda. Tras el guerrero se veía al hechicero desmayado sobre el frío suelo y al líder, que estaba envuelto en una luz azulada y estaba arrancando algo de la mano de un hombre que parecía inerte, vestido con una ensangrentada armadura completa, que Áravo no había visto entrar en el túmulo. A los pies del hombre de la armadura estaba un segundo hombre inerte, vestido con un hábito o túnica roja, que parecía clavado al suelo por la mano extendida del primero. Detrás de las dos figuras trabadas en el silencioso combate, Áravo pudo ver, al fin, el rostro descompuesto de dolor de Erod Pelliz, y un nuevo grito de ira, esta vez emitido por voluntad propia, inundó la sala. Consciente de haber perdido parte de su concentración por observar la escena, volvió a cargar contra el  guerrero justo en que el hombre de la capa se apartaba del centro de la sala apretando ambas manos contra el pecho y con una mueca de satisfacción en su retorcida cara. En ese momento, la figura que permanecía de pies pareció dar un paso y el guerrero, dando la espalda al rodeliano, descargó un certero golpe contra la cabeza desprotegida haciendo que la figura doblara las rodillas y cayera hacia adelante.

Al mismo tiempo, una carcajada surgió del montón de carne y el hombre de la túnica roja saltó hacia adelante lanzando por los aires el cuerpo sin vida de su aparente enemigo. 

Áravo cargó contra el guerrero, consciente de escuchar los pasos de otros jinetes a su espalda, y clavó la espada con toda su fuerza entre la unión lateral del peto. El guerrero cayó hacia el frente y arqueó la espalda al mismo tiempo que el líder caía de rodillas y elevaba ambas manos hacia el techo del túmulo, ofreciendo algo que parecía un disco de piedra o quizás metal opaco. El hombre de la túnica roja posó su mano sobre el guerrero que Áravo acababa de ensartar en su espada y el joven observó con horror cómo la piel del guerrero se apergaminaba poco a poco, hasta terminar, al cabo de pocos segundos, convertida en ceniza que se fragmentaba y desprendía de los huesos envueltos en absurdamente holgadas ropas de combate. Áravo se movió hacia la izquierda con horror, tropezando con el cuerpo del hechicero y cayendo al suelo sobre su espalda. Golpeó su cabeza  contra el suelo y giró sobre sí mismo para evitar ser golpeado por cualquiera de los enemigos presentes. Trató de alzar su espada cuando uno de los jinetes se abalanzó sobre él pero comprobó que la había perdido en la caída, de modo que no pudo hacer nada para evitar el filo del arma que se clavó en su abdomen paralizándolo y obligándolo a aferrar la hoja de su oponente con las manos desnudas. Notó el corte en las palmas de su mano y abrió los ojos a la espera del golpe que terminaría con su vida, pero en lugar de eso solo vio la demacrada cara del guerrero sufrir el mismo proceso de envejecimiento y putrefacción que el primero había sufrido al contacto con el hombre de la túnica roja. Sin más fuerza en su interior, Áravo dejó caer sus manos y sintió una última oleada de dolor cuando la espada resbaló y cayó sobre su costado, ampliando la herida al salir de su cuerpo. Con un último esfuerzo movió su mano derecha y encontró lo que buscaba, sonriendo por última vez al notar su tacto.



Tres días después, el Ejército del Este permitió a Arnot, Engus, el joven Gladur Fontañer, Lucio Lascafina y sus dos hijos entrar en el túmulo por el enorme y burdo agujero que había destrozado una buena parte de la estructura. Los soldados habían llegado al túmulo en la tercera mañana después del ataque... y habían encontrado un campamento desolado, lleno de armaduras oscuras sobre huesos casi convertidos en piedra.


El patriarca de los Lascafina cayó de rodillas ante el cuerpo inerte de su hijo mayor y sintió en la lejanía el abrazo de Xandos y Maela. Unos metros más allá, el único superviviente de los Fontañer se abrazaba a los restos ensangrentados de una mujer y sus gritos hicieron que Lucio recuperara la consciencia. Se desembarazó de sus dos hijos y avanzó apoyado sobre las palmas de la mano hasta el cuerpo sin vida del que había sido Áravo. Las lágrimas se le escaparon cuando vio las heridas que el joven tenía en el rostro y en el vientre, pero también observó con orgullo que aún empuñaba la espada de su propio padre. Con un gruñido animal se levantó, con ayuda de sus dos hijos, abrazando el cuerpo de Áravo. Los cuatro salieron del túmulo en silencio. En el exterior Maela aferró un trozo de tela que estaba prendido entre los destrozados restos de una de las tiendas que habían sido el centro, parecía, de algún tipo de batalla. Se trataba de un triángulo de tela casi completamente negra, con tres calaveras unidas por la frente. 

Mientras avanzaban por el camino que los llevaría a Rodel, Maela se hizo un pequeño corte en su mano izquierda, murmuró unas palabras inaudibles para todos salvo para los dioses y apretó con fuerza el trozo de tela, mirando con odio el camino que, a su espalda, llevaba hacia el oriente, más allá de las montañas.  

jueves, 25 de octubre de 2012

El camino a la verdad (Capítulo 2 de la Crónica de Arid-Mur)

[Viene del Capítulo 1]



Tras el ataque, solo la muerte y la tristeza eran aparentes en Rodel de Mur, pensaba Edwina mientras secaba el sudor de su frente tiznada de hollín con un paño que, recordó demasiado tarde, horas antes había usado para limpiar de sus manos la sangre del difunto Éditro. La posada El Dragón Rojo había sufrido más daños que ningún otro edificio en la aldea y solo la mitad de la estructura permanecía en pié, el resto había sucumbido a la poderosa explosión o al fuego que la había acompañado. Las piedras ennegrecidas salpicaban parte de la calle del Águila y algunos fragmentos habían llegado hasta la plaza. Por todas partes se veían fragmentos de flechas, armas dejadas atrás por los atacantes y charcos de sangre seca al sol de la fría mañana.

Con gesto resignado, Edwina bajó la mirada y afianzó el último nudo en la sábana con que había envuelto al otrora lleno de vitalidad y afable tabernero Mingot. Ése era el tercer cadáver que preparaba para sepultura en lo que llevaban de día, y el sol aún no había llegado a lo alto de su ruta. Hizo un gesto cansado con la mano y dos de los hombres del pueblo levantaron y trágico fardo y lo llevaron con cuidado al templo de Valion, del que ella era Voz, a falta de una sacerdotisa ordenada.

Recorrió con la mirada la plaza que había sido el centro de la contienda y vio que la asamblea del pueblo continuaba. Engus Peñafría estaba encaramado al pilón de la Fuente Vieja y hablaba sin parar de la perfección militar que habían demostrado los jinetes oscuros. Por ello estaba decidido a partir de inmediato hacia la Fonda del Elfo Gris, junto al río Draco, para avisar a la Guardia de lo sucedido y hacer que personas más sabias y capaces evaluasen lo sucedido en Rodel. No importaba que él no tuviera ninguna idea de en qué consistía realmente la perfección militar, pero los sucesos de la noche lo habían dejado cargado de una mezcla de miedo y ansias de venganza que eran a todas luces evidentes.

Erod Pelliz, por su parte, argumentaba con su resquebrajada voz que el peligro aún no había pasado y que deberían saber qué sucedía en el viejo túmulo de Arid-Mur y rastrear a los jinetes que habían atacado Rodel, antes de gastar tres días en llegar hasta la Fonda.

Como complemento a estas dos voces, no faltaban quienes clamaban por la necesidad de estar preparados ante un nuevo ataque y evitar que el enemigo, fuera quien fuera, regresara y destrozara el pueblo.

Edwina se puso en pie con dificultad y recorrió los escasos metros que la separaban de  la plaza. El tiempo daba arrugas y achaques a cambio de sabiduría. Extraño trueque.

Aclaró su garganta y comenzó a hablar con voz clara:

-¡Hombres y mujeres de Rodel, escuchadme! -el silencio se hizo a su alrededor- Tres vías hay frente a nosotros y tres vías son las que marcan el camino celestial: Valion con Aneirin, Penumbra y Silas. Prestemos a cada opción el respeto que se merece. Debemos informar a quienes viven en los valles y conocen los hechos de antaño y tienen ejércitos. Debemos rastrear a los jinetes y saber a dónde han ido, porque esta es nuestra montaña y el viejo túmulo un recuerdo de los tiempos que han pasado. Debemos, también, proteger esta aldea, que es la de nuestras madres y nuestras abuelas. Las tres vías, os digo, son importantes, y las tres deben ser recorridas. Ese es mi consejo como Voz de Valion, haced con él lo que deseéis.

Los rostros de sus vecinos la observaban con respeto y asombro. Pocas veces había usado sobre sí misma el título de Voz, y pocas más había sentido la necesidad de dirigirse al pueblo en su conjunto y hablar con tanta vehemencia. Sintiéndose menguada tras su intervención, comenzó a caminar hacia la casa del herrero que, velado por su mujer, permanecía aún perdido en las nieblas de la inconsciencia.

A su espalda escuchó satisfecha las voces de quienes se ofrecían para tomar una de las tres vías que la Voz había sugerido.


-¿Cuándo partiréis? - Preguntó Lucio Lascafina a su hijo con voz grave. Áravo enarcó las cejas y, lentamente, asintió un par de veces, como confirmando una sospecha.

-Creí que aún no estabas despierto cuando mis hermanos y yo hablamos de ello.

-Con una herida como ésta -dijo Lucio apuntando con la barbilla a su hombro izquierdo- Descansar es bueno pero dormir es un lujo salpicado de dolores inesperados. Estaba despierto cuando hablásteis en la plaza, y sé que tú irás con Erod y con Fergad Rimargo hacia el norte para rastrear a los jinetes. Sé también que tus hermanos acompañarán a Engus el cabrero hasta la Fonda del Elfo Gris para difundir las noticias del ataque que hemos sufrido -Áravo asintió de nuevo cuando su padre terminó de hablar- Tú eres ya un hombre y tus hermanos alcanzan este año la edad de participar como adultos en los fuegos del otoño. Entiendo vuestra decisión. Mi pregunta es, hijo: ¿Cuándo partiréis?

-Mis hermanos están preparando sus petates y hemos acordado que ambos grupos saldrán de Rodel antes de que el sol llegue a su tercera casa y empiece a desaparecer. Para cuando caiga la noche, nosotros estaremos cerca de las cuevas, si es que los jinetes siguen el camino y van en esa dirección, y mis hermanos podrán en el refugio del Pedral para continuar el descenso hacia el llano.

-No hay tiempo que perder, entonces -la voz del cazador sonaba ronca y más cortante de lo normal. Y sus ojos ofrecían palabras que sus labios no sabían muy bien cómo articular- Di a tus hermanos que llevan mi amor con ellos y que estoy orgulloso de lo que han querido hacer. Siempre he estado orgulloso de los tres.

-Padre, sabes que yo… -de nuevo un gesto de la mano paterna interrumpió sus palabras-.

-Lo sé. Ahora vete a preparar tus avíos. Toma -antes de que Áravo pudiera impedirlo, Lucio se incorporó ligeramente sobre su hombro derecho y aferró su espada, que yacía olvidada por todos junto a la cabecera de la cama, apoyada contra la pared.

-Este acero es mejor que el tuyo y tu abuelo lo ganó para sí sirviendo con honor en los valles -Áravo cogió con ambas manos el pesado metal que su padre le tendía con una mano temblorosa- Yo no estoy en condiciones para usar una hoja tan larga en estos momentos.

-Padre…

-No confundas mis palabras; cuando regreses, me la devolverás. Es solo un préstamo que podrás recuperar cuando yo haya decidido dejar de respirar. Y ese día aún no ha llegado -hizo una pausa para tomar aire y rascarse lentamente la barba incipiente- Que Valion guíe tus pasos y los de tus hermanos, hijo. Ahora, vete, quiero descansar.

Con un movimiento rápido, Áravo se acercó a su padre y le dio un beso en la frente. Su padre se limitó a darle dos golpes ligeros en la mejilla y lo empujó suavemente en dirección a los pies de la cama. Con pasos ahora decididos, el hijo mayor de los Lascafina salió de la habitación, descendió las escaleras, informó a sus hermanos de lo que Lucio había dicho, y salió de la casa con la espada familiar al cinto, preparado para la caza.


El sol creaba sombras un tanto afiladas cuando los seis rodelianos fueron despedidos con palabras de ánimo. Tres partieron hacia el norte y tres hacia el oeste. Quienes se quedaron en la plaza, sacudiendo pañuelos al viento y murmurando plegarias a Valion, se sintieron por un segundo un tanto desalentados. Pero pronto una voz atronadora resonó en los edificios de piedra.

-Tanto he dormido que ahora ya no nos preocupan los ataques nocturnos. ¿Nadie se encarga de cerrar con troncos las vías que van al norte?

En una ventana sobre la herrería estaba Arnot, con el torso semidesnudo envuelto en un vendaje enrojecido y apoyándose en la piedra con las dos manos, mientras la figura de Edwina aparecía a su espalda intentando arrastrarlo al interior.

-Ellos harán su trabajo en el norte y el oeste. Nosotros haremos el nuestro aquí... Y si vuelven, ¡esta vez no les daremos ninguna ventaja!

Varios de los vecinos comenzaron a reírse a carcajadas, un sonido que no se había escuchado en todo el día.

-Y más vale que alguien vaya a ese horror que es ahora la casa del maestro y recoja mi martillo, que debería estar junto a la escalera, antes de que yo salga de aquí y a la buena de Edwina -dijo girando la cabeza parcialmente hacia el interior- le de algún tipo de ataque.


La espada corta que siempre había llevado a la cintura no era demasiado cómoda cuando la llevaba como Xandos había sugerido, a la espalda, encajada en un lateral del fardo con ropa y comida. El extremo inferior del arma golpeaba en el codo. El pellejo de agua, además, se desplazaba constantemente y hacía que un lado del fardo fuera más pesado que el otro. Llevaban casi cuatro horas caminando y la incomodidad de los bultos se había hecho mayor a medida que la luz del sol comenzaba a desaparecer entre las copas de los árboles .

-¿Todo bien, Maela? -Engus llevaba varios minutos viendo como la hija de Lascafina hacía pequeñas modificaciones en el fardo que llevaba a la espalda, siempre sin detener la marcha, siempre sin pedir ayuda.

-Ningún problema, Engus. Solo los ajustes iniciales, mi mochila está ahora más llena de lo normal, eso es todo.

Xandos dirigió una mirada rápida a sus dos acompañantes y siguió descendiendo por el sinuoso camino, la mirada atenta a cada movimiento a su alrededor y a posibles rastros en la tierra que estaba a punto de pisar. Tras doblar un nuevo recodo volvió la mirada para encontrar a Engus mirando con curiosidad la mochila de su hermana y sonrió. A menudo, los hombres del pueblo veían en ella aún a la niña que jugaba con sus muñecas en la fuente, pocos comprendían que tener a Lucio como padre equivalía a pasar cada verano una semana viviendo en el bosque -el mismo bosque que causaba pánico entre los forasteros- y ser capaz de cazar y construir refugios tan bien como cualquier hombre de Rodel y mejor que algunos. Caminar por el camino no iba a ser ningún problema para ella.

-No te preocupes por Maela. Mi hermana sabe bien lo que hace. No es la primera vez que bajamos por este camino hacia el río, de hecho hace menos de... -El resto de sus palabras murieron en sus labios. Con la mano izquierda alzada indicó a los otros dos que se detuvieran y con la derecha desenvainó su espada corta.

Engus avanzó unos pasos y siguió la mirada del joven hasta encontrar la fuente de sus preocupaciones: el nuevo recodo había dejado a la vista un ramal del camino, el que llevaba a la aldea de Endrinal, y en la vereda derecha, donde antes había estado el poste de indicación, había ahora una pica de madera de dos metros de altura con una monstruosa cabeza empalada en ella. Xandos sintió como un amargo sabor le inundaba la boca y, por un segundo, temió que no iba a ser capaz de contener las arcadas.

A su espalda escuchó un gruñido de sorpresa que provenía de la garganta de su hermana y una maldición que Engus, quizá por respeto hacia ellos, cortó a la mitad. Con cuidado, descendió los pasos que le separaban del poste y observó el macabro hallazgo. La cabeza estaba cubierta de una fina capa de sangre recientemente coagulada y la base del cuello estaba desgarrada, como si algo la hubiera separado de su cuerpo haciendo uso de una fuerza sobrehumana.

-Parece… -Xandos no pudo terminar de hablar y notó de nuevo la abrasiva bilis agolpándose en su garganta.

-Parece la cabeza de uno de los jinetes que nos atacaron ayer noche -terminó Maela inclinándose hacia un lado para ver mejor la estaca en que estaba clavada.

Engus avanzó unos metros y se arrodilló en el suelo, más abajo del poste y del nuevo ramal. A pesar de la ligera penumbra que empezaba a imperar en la ladera, sus ojos fueron capaces de leer las múltiples marcas del terreno.

-Pasara lo que pasara aquí… ahora solo veo huellas de personas y animales caminando juntos, en gran confusión.

Sin perder de vista el camino hacia Endrinal, Xandos bajó hasta donde estaba Engus y vió lo mismo que el cabrero: multitud de huellas sobreimpuestas, en algunos puntos solo identificables porque se salían del camino más transitado y dejaban su marca en las veredas. en varios puntos del camino se podían ver excrementos de animales entre las pisadas.

Los tres se miraron en silencio. Endrinal era el asentamiento más próximo a Rodel. Apenas tres familias de pastores vivían en un pequeño valle cerca del camino. Entre todos cuidaban los rebaños que pastaban en la cara oeste de las montañas y, a veces, subían hasta el pueblo para vender sus quesos cubiertos de laurel. Maela fue la primera en avanzar por el camino con paso resuelto y dirigiendo una asqueada mirada a la cabeza empalada. Xandos y Engus la siguieron de inmediato, recorriendo con pasos rápidos los dos kilómetros de camino que les separaban del pueblo. La visión que les recibió fue desoladora.

Las cinco casas que formaban Endrinal, separadas entre sí por escasas decenas de metros, estaban reducidas a paredes alzadas en inútil recuerdo de su anterior función y ruinas ennegrecidas formando montículos de piedras más o menos elevados.

Prestando atención a todo lo que le rodeaba, Xandos caminó hasta la primera casa y vio que había restos de madera carbonizada sobre las piedras. Algo había ardido con tanta fuerza que hasta las duras vigas de roble habían quedado reducidas a poco más que ceniza. A varios pasos hacia el sur, Engus cogía con la mano algo similar a una rama enderezada… no, no era una rama.

-¡Una flecha negra! -Murmuró Xandos.

-Como las que disparaban los jinetes- confirmó Engus -Está claro que quienes nos atacaron ayer, estuvieron aquí… antes.

Maela recorrió dos más de las casas y se volvió a sus compañeros.

-Tanto fuego… ¿No resulta extraño que el humo no fuera visible desde Rodel? ¿O al menos el olor de la madera y la paja de los techos ardiendo?

-Desde luego -dijo Engus mientras arrojaba la flecha sobre un montón de piedras.

-Este pueblo está desierto -sentenció Xandos- sus ocupantes fueron atacados y decidieron huir hacia el valle del Draco. Eso es lo que ha pasado, ¿verdad Engus?

-No estoy seguro de qué es lo que ha pasado aquí, Xandos, pero lo que sí puedo afirmar es que no quiero dejar salir ni un suspiro más de lo necesario en este sitio. Signos de ataque, casas totalmente destruidas, humos que desaparecen antes de ser vistos y cabezas empaladas a la entrada de una aldea desierta. Todo ello no hace nada por tranquilizarme. Vayámonos. El día está a punto de hacerse noche y queremos llegar al refugio del Pedral… si es que sigue en pie -los dos hermanos asintieron y caminaron lentamente hacia la salida de Endrinal. Quizá el camino hasta la posada no fuera a ser tan sencillo como ellos habían creído.


Áravo notó como el sudor empezaba a formar caminos de sal en su frente. Cinco horas de camino habían sido más que suficientes para constatar lo que los tres suponían: los jinetes habían llegado por el camino principal del este y habían desaparecido por la misma ruta, dejando tras de sí abundantes huellas. Como si no les preocupara que nadie les siguiera, pensó el mayor de los hermanos Lascafina con preocupación.

-Quizá sería buena idea si nos saliéramos del camino y revisáramos las huellas volviendo de entre los árboles cada mil pasos. Parece que siguen el camino hacia el este… y sabéis que hasta que lleguemos a la encrucijada, no hay otro camino para hombres a caballo. Una vez que veamos dónde están y cuántos quedan con vida, podremos evaluar mejor qué hacer con ellos.

Erod y Fergad  se lanzaron miradas de inquietud y el primero avanzó un paso para acercarse a a Xandos.

-Escucha… los tres estamos de acuerdo en que tú eres quien más sabe de esto de luchar y enfrentarse a enemigos, pero Fergad y yo estamos un poco preocupados porque quizá no recorremos el mismo camino con los mismos planes en mente.

-Verás, Xandos -interrumpió Fergad- se supone que vamos a rastrear a quienes atacaron nuestro pueblo, no a vengarnos de ellos luchando de nuevo. Ayer por la noche tuvimos mucha suerte y estamos agradecidos a Valion por ello…

-Pero -terció Erod- somos granjeros, pastores y cazadores, no tendría mucho sentido que tiráramos por el suelo la suerte de ayer haciendo algo estúpido hoy. Veamos hacia dónde se dirigen y avisemos a la guardia cuando suba a Rodel, ¿de acuerdo? No hagamos nada más que lo que dijimos que haríamos.

Xandos trató de no mostrar en su rosotr la ira que notaba crecer en su interior. Con calma, sonrió y se encogió de hombros.

-Lo siento si parezco ansioso por encontrarme con los jinetes, pero después de anoche, tengo quizás demasiada sangre frente a los ojos. Tenéis razón. Solo rastrearemos, nada más.

Los otros dos sonrieron, palmaron al joven en la espalda y se introdujeron entre dos árboles, dispuestos a acortar la ruta siguiendo a campo través. Xandos caminó tras ellos aferrando con fuerza el pomo de la espada.

En las dos siguientes horas recorrieron por el bosque el equivalente a casi cuatro horas siguiendo el camino y, cuando salieron con cuidado de entre la maleza, las huellas de los jinetes volvieron a aparecer marcadas en la tierra con gran detalle. Xandos sonrió para sí mismo y se volvió a internar en el bosque. Si seguían ese ritmo de avance respecto a los atacantes, quizá mañana a mediodía les podrían dar caza.


El camino hasta el refugio del Pedral estuvo cargado de falsas alarmas y de peligros inexistentes pero aún así temidos por los tres rodelianos. Cada recodo se convirtió en una trampa potencial y cada ruido entre las ramas en una flecha a punto de ser disparada. Cuando, finalmente, llegaron a ver el refugio comunal del Pedral, con su techo de paja hundida y su puerta de listones mil veces reparados por los diferentes vecinos que usaban el camino de la montaña, se sintieron cansados y contentos de seguir con vida. Ningún peligro concreto los había amenazado durante el viaje, pero los sucesos de la noche anterior, la visión constante de las huellas en el suelo y el recuerdo cercano de las ruinas de Endrinal, eran suficientes para jugar malas pasadas a la calma y sentido común de cualquiera.

Cuando abrieron la puerta de la choza que servía como refugio les sorprendió ver que el suelo estaba lleno de manchas de tierra y que las dos camas de paja que siempre estaban contra la pared se encontraban ahora situadas en la mitad de la sala, tumbadas sobre un lateral a modo de barrera. Al ver esto, Xandos desenvainó su espada y avanzó pegado a la pared, mientras su hermana preparaba la honda y Engus lanzaba nerviosas miradas al camino exterior.

No había nadie tras las camas, pero saltaba a la vista que alguien, herido, a juzgar por las tiras de lienzo ensangrentadas en el suelo, se había pertrechado hace no mucho tiempo tras las sencillas estructuras.

Xandos se arrodilló y tocó con la mano izquierda una de las tiras. La sangre estaba aún fresca. Rápidamente miró a su alrededor y se fijó en la pequeña ventana que se abría a la parte trasera del refugio, donde se guardaba la leña sobrante para el fuego del hogar.

Hizo un gesto a Maela señalando con la espada hacia la pared este y su hermana asintió y buscó con la mirada a Engus. Cuando el cabrero se percató de ser observado, enarcó las cejas y miró con algo parecido al temor hacia la ventana que los Lascafina le indicaban.

Xandos avanzó hacia la puerta de salida y pasó junto a Engus susurrando.

-Creo que hay alguien en el depósito de madera.

En cuanto dobló la esquina de la choza, una figura vestida de negro salió corriendo de las sombras donde había estado agazapada, tratando de llegar al camino sin ser vista. Xandos tuvo tiempo de levantar la espada y desviar, con más suerte que pericia, el golpe de una espada curva empuñada por un hombre cuyo rostro parecía haber salido de sus pesadillas. Una cara surcada por cicatrices, con compactos mechones de pelo moreno pegados en la frente a una herida malamente vendada que parecía estar aún sangrando.
El joven retrocedió gritando “¡A mí!” y desvió sin elegancia un nuevo mandoble que le acosó desde la izquierda y que le hizo forzar su posición, dejado tras de sí un sordo dolor en la mano que empuñaba el arma. Estaba claro que habían encontrado a uno de los jinetes oscuros.

Engus apareció a su espalda y se lanzó rápido con la espada en alto, gritando algo que guardaba más parecido con un gruñido que un grito de guerra. El hombre de negro continuó su carga y desvió el filo de Engus, propinándole un puñetazo con la mano izquierda en la mandíbula y tratando de golpear al cabrero, que trastabilló unos pasos hacia atrás, lanzando un tajo a su costado izquierdo.

Xandos se lanzó al ataque por primera vez y frenó la hoja del jinete herido poco antes de que Engus cayera al suelo y rodara hacia el camino dejando caer la espada en una de sus vueltas. El hombre de negro pareció ver en esta caída una oportunidad de escape y trazó un amplio arco con la espada, amenazando la cabeza de Xandos y obligándolo a retroceder contra la choza. A espaldas del atacante apareció la figura de Maela con su honda emitiendo un sonido que le era más que conocido. Confiando en la puntería de su hermana, Xandos blandió la espada frente al atacante para mantenerlo clavado en su lugar y sonrió con felicidad cuando la piedra lanzada por Maela golpeó al hombre en una pierna, haciendo que la figura cayera al suelo con la rodilla derecha dolorosamente doblada.

Pese a la brutal caída, el jinete lanzó un fondo con su espada tratando de ensartar a Xandos en ella, pero el hijo de Lucio desvió la hoja con facilidad y continuó el recorrido de su golpe, internándose en el alcance de la espada larga y hundiendo su acero en el hombro del atacante. Justo en ese momento, una nueva piedra salió disparada de la honda de Malea y golpeó al jinete en la pierna que mantenía aún apoyada firmemente en el suelo. El jinete lanzó un grito que aumentó de intensidad cuando trató de trazar un nuevo arco y golpear a Xandos en el brazo derecho. Sintiendo la cercanía de la espada enemiga, el joven se apartó y retiró la espada llevando consigo un hilo de sangre que colgó por segundos de la punta de la espada hacia el suelo, marcando con gruesas gotas los pies de Xandos como un mal auspicio.

El jinete cambió la posición de sus piernas tratando de incorporarse con la espada apuntando directamente al pecho del joven y, con un movimiento más rápido de lo que su aparente estado podría haber sugerido, se lanzó contra él con toda su fuerza, solo para encontrarse con el filo que Engus blandía en un poderoso golpe de abajo a arriba y que cortó el justillo de cuero del jinete a la altura de su estómago, hundiéndose varios centímetros en la carne blanda y haciendo que el jinete soltara su arma al mismo tiempo que su boca, con una mueca desencajada, exhalaba por última vez antes de escupir un borbotón de sangre y caer al suelo temblando espasmódicamente. Con un gruñido que podía ser de esfuerzo o de felicidad, Engus levantó la espada y, murmurando una plegaria a Valion, la clavó sobre el cuerpo caído del jinete hasta tocar el suelo con su punta. El hombre de negro dejó de moverse y la noche pareció cubrir, completamente, el refugio del Pedral.


La primera guardia de la noche pasó sin que Fergad tuviera un solo segundo de tranquilidad. A pesar de llevar casi cuarenta años viviendo entre esos árboles, el continuo movimiento de las hojas le parecía formar algún tipo de mensaje susurrado por labios siniestros ocultos entre el follaje. Cuando la luna gibosa aparecía entre las nubes su tenue iluminación convertía en horrendas posibilidades cada sombra originada más allá de las ascuas que habían mantenido encendidas para calentarse durante la noche.

Con alivio, Fergad comprobó que la luna había avanzado lo suficiente como para dar el relevo al joven Áravo, que se encargaría de la peor de las guardias, la que partía el sueño en dos. Dejó el arco en el suelo para incorporarse y volvió a escuchar el movimiento de las hojas. Por costumbre, giró la cabeza y vio a lo lejos, al principio con sorpresa, una silueta que podía ser un hombre con un gran arco o un árbol. Sonrió ante su propia imaginación y apoyó la mano en el nudoso tronco caído sobre el que se había sentado para vigilar. Un nuevo movimiento llamó su atención y esta vez pudo ver con claridad la silueta del arquero segundos antes de que soltara su flecha. Un grito inarticulado surgió de su garganta y quedó interrumpido al poco de nacer, cuando la alargada flecha negra se clavó en su pecho haciéndolo caer hacia la menguada hoguera.

Áravo fue el primero en incorporarse y ver el cuerpo inerte de Fergad. Sin darse tiempo a pensar, se lanzó rodando hacia un lado del campamento, tratando de llegar a la zona en que las sombras eran más densas. En el suelo quedó un tanto desequilibrado por el golpe que una roca le propinó en el hombro al rodar sobre ella, y escuchó con horror el sordo sonido de un proyectil clavándose profundo en la tierra, cerca de donde él estaba.

Erod se levantó también de golpe y murmurando el nombre de Fergad se abalanzó sobre la hoguera, arrastrando el cuerpo de su compañero y soltándolo con horror cuando vio el estado en que unos pocos segundos habían dejado la carne expuesta de su cara. Un rápido vistazo le permitió ver a Áravo desaparecer entre las ramas al otro lado del claro y él mismo decidió hacer lo mismo, corriendo hacia el frente, con la intención de luego doblar sus pasos y tratar de reunirse con el chico. Sin embargo, cuando llegó al límite del campamento, se encontró con dos figuras que caminaban a su encuentro armadas con sendas espadas largas. Erod se maldijo a sí mismo por no haber dormido con la espada ceñida a la cintura y decidió arriesgarse a huir. De un salto pasó por encima de la exigua hoguera y trató de cambiar de rumbo en cuanto sus piernas tocaron el suelo, pero, de pronto, un lacerante dolor en el muslo izquierdo le hizo perder el equilibrio y se desplomó al borde del campamento, allí donde estaba su fardo con comida para el camino. Algo duro, posiblemente el suelo, golpeó contra su mandíbula y Erod sintió con un torrente de dolor paralizador cómo varios de sus dientes se partían dentro de su boca. Después de eso, dejó de sentir.


El amanecer llegó al refugio del Pedral cuando sus ocupantes se preparaban para partir. Un desayuno a base de pan y queso había marcado el punto y final a una noche en la que nadie había dormido demasiado. Los sucesos del día anterior habían dejado a Engus y a los dos hermanos en un estado de nerviosismo tal que cerrar los ojos y dormir parecía un esfuerzo sobrehumano.

Salieron del refugio y procuraron no prestar atención al montón de tierra recién movida que ahora existía a varias decenas de metros al norte de la choza. Engus trataba de no pensar en el blasfemo deleite que había sentido al acabar con la vida de aquel hombre. Maela trataba de anticipar posibles ataques en el resto del camino, haciendo lo posible por recordar cada tramo del tortuoso sendero que les llevaría al valle del Draco y, siguiendo el curso del río hacia el sur, a la Fonda de El Elfo Gris. Por su parte, Xandos aferraba el pomo de su espada corta con tal fuerza que sus nudillos se marcaban en blanco. La escaramuza de ayer había sido una prueba más de lo que él ya sabía: no estaba preparado para combatir. No había aprendido aún lo suficiente para luchar como Lucio o Áravo luchaban. Y estaba en un camino que, quizás, lo llevaría a situaciones mucho más peligrosas. Hasta Maela estaba mejor preparada para la vida de la batalla que él. Él era tan solo un niño jugando a ser adulto, una pálida imitación de su padre y de su hermano.


Áravo corrió hacia la montaña con toda la fuerza de su cuerpo, cayéndose al suelo y golpeándose con ramas invisibles en la oscuridad de la noche. Sintió tras de sí la carrera, igualmente frenética, de al menos dos hombres y, en una ocasión, algo le golpeó en la espalda con fuerza, causándole casi tanto dolor como cualquiera de las caídas anteriores. Cuando llegó el momento en que su cuerpo le gritó que no podía avanzar más, tras lo que parecían horas de carrera, Áravo se obligó a seguir corriendo, sintiendo paso tras paso el dolor de cuchillos hechos de músculo contra nervio clavando sus garras más allá de sus piernas, llegando a su cabeza, anclándose en su corazón que ahora bombeaba con fuerza de tambor a punto de romperse. Corrió hasta que la montaña se lanzó contra él y las ramas de un arbusto hecho de acero  se clavaron en sus brazos, rasgaron su frente y aferraron sus manos con uñas cargadas de salvia. Entonces, con la última chispa de energía, Áravo abrió los ojos cubiertos de sangre ligera y vio, pocos metros por encima de donde se encontraba, el resplandor incipiente del amanecer brillando sobre la cumbre bajo la cual reposaba el túmulo de Arid-Mur. Casi había llegado, pensó Áravo antes de perder el conocimiento, exhausto por el esfuerzo y la sangre perdida por una herida en la espalda que aún no sabía le había causado un puñal lanzado con demasiada poca fuerza.


El amanecer llegó también a un claro que había sido campamento de tres rodelianos. Los primeros rayos de sol cayeron sobre los ojos febriles de Erod como sal sobre herida abierta. La idea del movimiento le causaba tanto dolor como el estar inactivo sobre su pierna izquierda. Cuando se atrevió a mirar más allá del velo rojo que cubría sus ojos, Erod comprendió el error de todo lo que él y sus compañeros habían supuesto.

-Buenos días, señor granjero -dijo con acento decididamente extranjero la figura envuelta en una túnica oscura con tenues dibujos plateados- Usted y yo tenemos discutir sobre su futuro.

Y Erod supo que moriría a manos del hechicero.



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viernes, 19 de octubre de 2012

Los héroes se hacen (Capítulo 1º de la Crónica de Arid-Mur)


El Dragón Rojo estaba cubierto de fuego y humo, y el viento, que un principio pareció ser un aliado, era ahora portador de cenizas y asfixiante calor. La posada había sido uno de los primeros edificios en alimentar las llamas y a pocos metros de su entrada trasera había tenido lugar la parte más cruenta del combate.

Áravo avanzó un par de metros con los ojos apenas abiertos y la cara enterrada en el paño, ahora ensangrentado, que cubría la cara interna de su codo. Una decena de metros al frente, donde la humareda comenzaba a disiparse, un par de figuras conocidas se alejaban cargando con una tercera que permanecía inmóvil. Bien, se dijo, eso está bien.

Antes de salir corriendo, lanzó una última mirada al muro sur de la posada y vio que el el letrero de madera, ahora reducido a vestigios carbonizados colgando de una retorcida guía de metal, se deslizaba lentamente sobre las piedras desprendidas. La pared se combó hacia el exterior y toda la estructura comenzó a desplomarse.

Una hora, pensó. ¿Tres, quizá? ¿Cuánto tiempo llevaban luchando? ¿Cómo era posible que la vida cambiara tanto en tan solo unos minutos? La cabeza le dolía con cegadora intensidad y recordó haber sido golpeado por piedras que caían del cielo.


Horas antes, la aldea de Rodel de Mur había dado por concluido otro día de duro trabajo. Otra jornada de faena en los campos, en los talleres y cocinas. Las quince familias que vivían en este, normalmente, tranquilo valle al este del Bosque Viejo ya se habían reunido entorno a las viandas y los niños habían disfrutado de los últimos minutos de juego frente a las chimeneas. La posada El Dragón Rojo, que había exudado calor humano y música de flauta y cuerdas desde el atardecer, ya había despedido a los parroquianos de costumbre; los mismos seis o siete rodelianos que cada día terminaban su jornada devorando un cocido o apurado con ansias jarras de cerveza de otoño, barrilillos de vino largamente especiado, o el destilado de hierbas, conocido como “Aliento de dragón”, que daba fama al establecimiento. La rutina nocturna concluía como era costumbre: las velas apagándose poco a poco tras los ventanucos y las camas llenándose de cuerpos cansados. 


Cinco horas después de que la luna menguante empezara su deambular sobre los tejados, todos de los perros del lugar comenzaron a ladrar. Primero furiosos, luego aterrorizados, tensando al máximo el esparto de sus correas o corriendo enloquecidos los que tenían libertad para hacerlo.

El ataque comenzó con tanta rapidez que, segundos después de que algunas cabezas se levantaran preguntándose por el estruendo canino, el resto de la villa saltaba de la cama sobresaltado por la cacofónica amalgama de ruidos que trae consigo una partida de jinetes galopando a lomos de bestias herradas sobre calles de adoquines.

Cuando los más rápidos fueron capaces de salir de sus dormitorios y abrir alguna puerta o ventana, el sonido ya había cambiado de naturaleza e intensidad. Primero resonó un doloroso crujir de madera, como si algo hubiera partido en dos el árbol de las fiestas o los postigos del pequeño templo de Valion, luego, decenas de gritos en una lengua gutural cargada de odio y, por último alaridos humanos suplicando ayuda. 

Los primeros en salir a la calle fueron Lioder y Arnot, armado uno con una vara de roble, y el otro con un enorme martillo, el mismo que usaba para desempeñar su oficio en la herrería. El espectáculo los dejó petrificados. 

En la Plaza Mayor varias teas ardían junto a las raíces del árbol de las fiestas, cuya corteza empezaba ya a ennegrecerse. La escuela y casa del maestro Éditro estaba siendo atacada por un grupo de hombres a caballo, cubiertos con armaduras de escamas oscuras y enarbolando tensos arcos, jabalinas y, los menos, espadas largas. Los jinetes llevaban al trote sus caballos, cubiertos con mantas sin distintivos, alrededor de la casa, sin preocuparse por ningún otro edificio. Y el continuo movimiento hacía difícil precisar su número. Las plumas negras y las crines de caballo que adornaban sus yelmos cimbreaban, apenas iluminadas, en el viento nocturno como serpientes prestas a lanzarse contra un enemigo aún no visible. Frente a la puerta de la casa, cuatro jinetes montaban guardia custodiando, aparentemente, los restos de la puerta, ahora convertida en un montón de maderos resquebrajados que se apoyaban precariamente contra el dintel. Dos caballos más, sin jinete, estaban atados a uno de los goznes, que colgaba inútil de la estructura.

Lioder se recuperó de su sorpresa y echó a correr contra la turba gritando:

-¡Deteneos! Seáis quién seáis, no hay oro en esa casa sino la escuela del pueblo y su maestro. ¡Deteneos, os imploro! Somos gente de bien y…

Su discurso fue interrumpido por el casi metálico chasquido de una cuerda de arco. 

Lioder escuchó el sonido y comprendió lo que significaba. Su cuerpo se desplomó sobre el adoquinado de la plaza y su sangre pintó de bermellón los bordes de las piedras.

Arnot aferró su pesado martillo y desapareció tras la esquina de su propia casa, buscando cobertura contra las flechas y una forma de rodear la plaza y llegar hasta la casa de Éditro sin ser visto.

Cuando otros rodelianos abrieron sus puertas, la visión de los jinetes y la inmóvil figura de Lioder, con una larga flecha de oscuros penachos clavada en su pecho, sirvieron de explicación suficiente a los hechos. Pronto sonaron los gritos de “¡Nos atacan!” o “¡Rodel a las armas!”, que en otras excepcionales ocasiones se habían usado para alertar contra ataques de bandidos o criaturas llegadas del norte o escapadas del Bosque de las Arañas. 

Los vecinos no disponían de más armas que las que podían usarse en tareas diarias, como hachas, arcos, horcas o dagas. Cierto es que algunas familias mantenían con orgullo espadas de abuelos o bisabuelos, que habían sido las últimas generaciones en enviar jóvenes al sur para servir en la Guardia de Emergar o la del Vado, y regresar, después, con conocimiento del mundo y sus peligros. Pocos de estos filos estaban en manos entrenadas en su uso, pero una familia, los Lascafina, se enorgullecía de haber mantenido vivas entre sus descendientes ciertas habilidades castrenses. 

Un par de segundos mirando por el ventanuco de la habitación fueron suficiente para que Lucio Lascafina, con su instinto de cazador, supiera que la noche sería muy larga, y el amanecer llegaría cargado de dolor. Con rapidez se vistió y gritó a Áravo, Xandos y Maela, sus hijos e hija, que hicieran lo mismo. Eulia, su mujer, había fallecido cuando Áravo tenía diez años y sus hermanos apenas siete, así que Lucio había decidido criarlos de la única manera que sabía, sin prestar atención a qué actividades eran apropiadas para hombres o mujeres. Quizá por eso no hubo ni un segundo de duda cuando, bajando las escaleras, apremió a los dos más jóvenes a cubrirse con los jubones de cuero y ceñir las espadas cortas y permanecer en la planta baja, preparados para atacar si algún enemigo entraba.


-¡Padre! -gritó Áravo al verle desenfundar la espada bastarda del abuelo Cirot- Si tú vas, yo voy contigo.

Maela y Xandos aparecieron tras su hermano mayor y sus obstinadas miradas hubieran sido dificiles de contrariar en otro tipo de situación. No esta noche.

-¡Cerrad la puerta y barricadla con el arcón de madre! Áravo, coge mi arco y vigila desde la habitación grande.

Cerró a su espalda con un golpe seco, que hizo crujir la entrada de la casa, y se ocultó tras el pilón de la Fuente Vieja. Desde ahí observó con aprehensión la sucesión de caballos que rodeaban la casa del maestro. ¿Por qué atacar esa vivienda en concreto? Todos sabían que Éditro era un forastero y que había trabajado en la Biblioteca Real de Marvalar, pero de eso hacía ya décadas y el sureño estaba ya tan integrado en Rodel como cualquier otro vecino.

De la casa del maestro salieron varios alaridos que hicieron relinchar a los caballos, y Lucio tuvo una idea. Salió corriendo hacia el Callejón de Roder, que le llevaría hasta la  puerta principal de la posada El Dragón Rojo, en el segundo círculo de casas, y desde lo lejos vio cómo tres de los hombres del pueblo, Drían, Engus y Fergad, estaban trepando por la fachada de una de las casas con  sus arcos de caza y sus aljabas. Bien pensado.


 Arnot continuó su camino hasta llegar a la casa del panadero, desde donde podía ver la parte trasera de la escuela. Tal y como temía, los jinetes trotaban continuamente alrededor de la casa, y dos teas clavadas en el suelo, en el medio de la calleja, creaban un tenue círculo de luz que iluminaba los otros edificios, dejando el paso de los jinetes apenas  visible. Un método de vigilancia que beneficiaba a los atacantes y perjudicaba a quienes se quisieran acercar. Desde su escondite podía ver las cortinas moverse frente a la casa del maestro. Los Pelliz y Rocamur espiaban desde sus hogares sin atreverse a salir y ser blanco de los jinetes.  

Arnot sabía que atacar con su martillo una columna de enemigos a caballo y en movimiento era un suicidio. Si, del alguna manera, el flujo de jinetes se viera interrumpido por unos segundos, él podría llegar y acabar fácilmente con un par de esos extraños guerreros sin miedo a que el siguiente le atacara por la espalda. Con este pensamiento en la cabeza, aferró con fuerza su martillo y, con la mano izquierda, palpó el suelo hasta encontrar una piedra de tamaño adecuado. Solo necesitaba un par de segundos para saltar a la luz y echar por tierra el ataque, y con suerte, a varios de sus atacantes.


Engus fue el primero en acodarse sobre el tejado. El arco en una mano, la aljaba encajada entre dos tejas. El corazón palpitando en sus oídos. A su lado pudo ver la sombra de Fergad y supuso que Drían estaría preparándose al otro lado de la casa. Con una mano demasiado temblorosa para su gusto, sacó una flecha y tensó la cuerda. De la casa surgieron unos gritos terribles que helaron su sangre más que el viento de las cumbres. “Valion, guía mi mano”, murmuró para sí mismo. La flecha salió silbando y golpeó, partiéndose en dos, el suelo de la plaza. Maldijo con rabia su mala puntería preparándose para volver a disparar. A su derecha dos proyectiles más surcaron el cielo nocturno y ambos alcanzaron el blanco deseado. Uno se clavó en el peto de un jinete, derribándolo de su montura, y otro atravesó la manta de un caballo, que se encabritó cuando la flecha  laceró su vientre. El jinete lanzó una confusa mirada a su alrededor y consiguió saltar y rodar por el suelo antes de que la bestia enloquecida le pasase encima.

Una voz gritó algo incomprensible y los caballos comenzaron a moverse en diferentes direcciones. Engus creyó ver algún tipo de patrón, todavía circular, en su recorrido, pero dejó de mirar cuando una flecha se clavó en una viga a apenas medio palmo de su cara. Con un rápido movimiento se pegó al tejado y trató de alejarse del borde. Su movimiento hizo que dos de las losas de pizarra que formaban el tejado se desprendieran con gran estruendo. “Leche de Aneirin” blasfemó mientras una esquirla le cortaba la mejilla. Dos flechas más hicieron saltar fragmentos de piedra en su dirección. “Valion, que tu luz no me falte en esta hora oscura”. A la derecha, sus dos compañeros parecían estar sufriendo el mismo tipo de ataque. Esta sería una larga noche.

Lucio llegó a la posada y encontró a Mingot escondido tras varias mesas tumbadas en el suelo, vigilando la puerta de la cocina y enarbolando el hacha que normalmente empleaba para trocear la carne.

-¡Sangre de troll, Lucio! -gritó el posadero- ¿Qué está pasando? ¡Creí que eras uno de ellos y que mi fin había llegado ya!

-Esos hombres -respondió Lucio cerrando la puerta a su espalda- tienen ventaja por estar en movimiento. Sin sus caballos no son más que ocho o diez guerreros, creo. Les superamos en número y todos tenemos arcos o filos de algún tipo con los que matar a unos cuantos y hacer huir al resto.

-¡Lucio, nosotros no somos más que gente sencilla de las montañas! no podemos hacer nada para que desmonten, ¿no lo comprendes?

El posadero miraba aterrorizado a Lucio y éste supo que debía actuar con rapidez.

-Hace poco empezaste a destilar Aliento de dragón ¿cierto?

El posadero le miró con sorpresa.

-Lucio. Ahora es difícilmente un buen momento para beber alcohol. ¡Estamos siendo atacados!

-No seas estúpido -respondió exasperado el cazador- me refiero a que aún no has destilado por segunda vez, ¿no? ¿Aún tienes los barriles con el primer orujo de alta graduación?

El posadero se dejó caer sobre una silla y alzó los brazos en una muestra de súplica.

-Sí, Lucio, sí, aún tengo dos barriles de producto demasiado fuerte para consumir. ¿Qué tiene eso que ver con el ataque?

-¡Los caballos y el fuego! -respondió inmediatamente Lucio- Si podemos asustar a los caballos y hacer que algunos huyan o que los jinetes desmonten, entonces podremos luchar con ellos con más facilidad.

El posadero volvió a ponerse en pié y comenzó a asentir mientras se dirigía a la cocina.

-Pero el fuego de Aliento no será capaz de quemar, tan sólo creará llama.

Lucio entró en la cocina y vio cómo el posadero apoyaba las manos sobre dos barriles que descansaban a los pies de un enorme alambique.

-La visión de una marea de fuego es suficiente para encabritar a cualquier caballo. Si logramos romper los barriles cerca de los jinetes y prenderle fuego al Aliento, creo que tendremos una oportunidad de defender Rodel.

Mingot lanzó un prolongado suspiro y comenzó a rodar uno de los barriles hasta la puerta trasera, que daba a la Calle del Aguila, a apenas diez metros de la Plaza. Lucio hizo lo mismo con el segundo.


Arnot escuchó varios gritos y, de pronto, los caballos dejaron de girar. Los dos que se encontraban tras la escuela dieron una vuelta sobre sí mismos, ofreciendo la grupa al herrero, que no despreció la oportunidad y salió de las sombras corriendo. Apenas llegó a la luz, el último de los jinetes giró la cabeza mirándole directamente. Arnot lanzó la piedra con toda la fuerza de su brazo, y la cabeza del primer jinete se dobló hacia atrás  y sus manos soltaron las riendas, entonces el herrero blandió su martillo, cubrió los dos metros que le separaban de la segunda figura y le golpeó por la espalda, trazando un arco con tal potencia que, cuando el caballo salió corriendo desbocado, Arnot temió haber encajado su martillo en la carne del animal.

Cuando los vecinos vieron que el herrero había acabado con dos de los jinetes, varias puertas se abrieron dejando salir a Catheo Rocamur y Erod Pelliz, ambos armados con horcas.

A su espalda volvieron a resonar los cascos de los caballos y Arnot se escondió, de nuevo, en las sombras haciendo gestos a los otros dos para que le siguieran.


Áravo vio, desde la habitación de su padre, cómo dos de los jinetes eran asaetados en la la plaza, y cómo uno de ellos daba algún tipo de orden que hizo que los jinetes se detuvieran y cambiaran su forma de trotar, siendo ahora más impredecibles. El hombre que había dado la orden era uno de los que estaba inmóvil frente a la puerta. Los otros tres estaban disparando con sus arcos al tejado desde el que les habían atacado.

Áravo empleó la daga que llevaba al cinto para hacer palanca contra el ventanuco y desencajar, poco a poco, el precioso vidrio, observando todo el tiempo los movimientos del cabecilla.

Una vez que el vidrio quedó suelto, Áravo lo dejó caer sobre las mantas de su padre y preparó el arco. Prestó atención a los latidos de su corazón, tal y como le había enseñado Lucio, y tensó la cuerda, respirando con forzada calma. Esperó un latido. Cinco latidos. Diez latidos. Entonces el cabecilla alzó el brazo para señalar algo en el tejado a uno de sus hombres, y el hijo del cazador vio lo que estaba buscando, piel expuesta bajo la armadura. Dejó salir el aire de sus pulmones y, entre dos latidos, soltó la cuerda.


Después de comprender que iba a resultar imposible volver a disparar desde el tejado, Engus optó por aferrar pequeños trozos de teja y tirarlos a ciegas hacia los jinetes. Quizá así pudiera lograr algo. Cuando estaba a punto de lanzar la primera, escuchó varios gritos y aventuró un rápido vistazo. Lo que vio le llenó de esperanza: uno de los hombres que estaban frente a la puerta había recibido un flechazo en el costado y había caído al suelo. Dos de los otros jinetes estaban girando sobre sí mismos para buscar el origen de la flecha y el círculo de guardias parecía haberse detenido. Aprovechando la situación, Engus retomó su arco, cargó una flecha y disparó. Lo mismo hicieron Fergad y Drían. Esta vez, todas las flechas mordieron carne enemiga y un grito de victoria se pudo escuchar al otro extremo del tejado.


Lucio y Mingot hicieron rodar los barriles con cuidado, hasta llegar a unos metros antes de la esquina norte de la Plaza Mayor, una vez allí, Mingot aflojó con su hacha algunos de los listones que formaban los fondos, dejando rezumar, poco a poco gotas de oloroso licor, y lanzó una mirada nerviosa al cazador. Éste le señaló el árbol de la fiesta con la pequeña hoguera ardiendo a sus pies. Desde ahí, había solo un par de metros a la posición en que estaban los caballos, ahora moviéndose en pequeños cuadrados, con los jinetes apuntando sus arcos en diferentes direcciones. 

Los dos hombres tomaron una bocanada de frío aire nocturno, se miraron, sus rostros apenas intuiciones en la oscuridad, y ambos comenzaron a empujar con fuerza sus respectivos barriles, dirigiéndolos hacia el centro de la plaza. Cuando los jinetes escucharon el ruido, modificaron su formación para ofrecer una línea de defensa contra posibles ataques desde ese lado de la plaza. El cazador observó con deleite que tres mas de los atacantes yacían en el suelo, inmóviles, o se arrastraban al interior del edificio. Todos los caídos se encontraban al este de la formación, así que las flechas habían llegado del lado de la plaza en que se encontraba su propia casa. “Áravo está haciendo un buen trabajo con el arco” pensó con orgullo. 

Los barriles continuaron con su rumbo y Lucio y Mingot, apenas entraron en la zona iluminada, los dejaron rodar libres y corrieron a ocultarse en la calle de la que habían salido, buscando el abrigo de la oscuridad y la posibilidad de refugiarse de nuevo en la posada. Casi estaban al amparo de las casas cuando la primera ráfaga de flechas cruzó la plaza. Lucio sintió como Mingot caía pesadamente al suelo y retrocedió, encorvado, para recogerlo y arrastrarlo si era necesario. Las flechas pasaron ululantes a su alrededor, un par de ellas cruzando incluso el espacio que su cuerpo habría ocupado de no haber cambiado de rumbo para ayudar al posadero. Mingot estaba tumbado boca abajo, con una mano aferrada al asta de una flecha que se clavaba en su costado derecho y era el origen de una creciente mancha de sangre en la parda camisa. Apenas un gemido se podía escuchar. Lucio sabía que mover a un hombre en ese estado podía ser fatal porque abriría más la herida… pero dejarlo tirado en la calle sería asegurarle un tratamiento igual al del bienintencionado Lioder, que ahora yacía ensartado por más de cuatro flechas, consecuencia, seguro, del hastío y la maldad de los atacantes. Decidido, aferró a Mingot por la muñeca izquierda y comenzó a tirar de él hacia la calle del Águila. Miró hacia la plaza y vio cómo los arqueros a caballo tensaban de nuevo las cuerdas, apuntando en su dirección. Satisfecho vio que uno de los barriles había perdido ya uno de sus fondos y que una pequeña corriente de líquido se dirigía hacia el centro de la plaza. Sonrió de nuevo y, con un último esfuerzo, dirigió toda su fuerza a la única tarea de arrastrar dos metros más el cuerpo, ahora inmóvil, del posadero. Dos metros más y estarían los dos envueltos en sombras, y podría, quizá, taponar la herida y, quizá, regresar a la posada y respirar con tranquilidad durante un segundo.  Entonces fue cuando vio a uno de los hombres erguirse sobre los estribos y arquearse sobre el caballo, blandiendo en su mano derecha la aterradora figura de una jabalina de combate.

Casi no se dio cuenta de haber soltado el brazo de Mingot. Abrió los ojos sin consciencia de haberlos cerrado y la jabalina estaba clavada en su hombro izquierdo y él estaba en el suelo, boqueando de dolor.


Cuando los caballos dejaron de llegar, Arnot decidió que era un buen momento para tomar la iniciativa y descubrir qué estaba sucediendo en la casa del maestro. Con toda la rapidez que le era posible, corrió hacia la ventana trasera de la escuela, tapada por la noche por dos contraventanas pintadas de verde y allí tomó aire. Desde la esquina contraria, Catheo le indicó que no había enemigos a la vista, y Arnot volvió a levantar su martillo y golpeó la madera con un poco de fuerza, la suficiente para desencajar el cierre interior y soltar una de las hojas de sus goznes. Acto seguido, Erod Pelliz llegó corriendo y golpeó el ventanal con su horca, repitiendo un movimiento circular que limpió el marco de restos de vidrio y permitió el paso del herrero.

Una vez en el interior, Arnot vio que la habitación trasera, el comedor de la escuela, estaba totalmente a oscuras y una luz tenue se filtraba bajo la puerta que daba paso al pasillo y las escaleras. Dio un par de pasos y se sobresaltó ante el ruido que Erod hizo cuando cayó rodando desde la ventana al interior. Con cuidado, llegó hasta la puerta y giró el pomo, para mirar con precaución al pasillo. Después de varios segundos, un nuevo grito agonizante sacudió el edificio. Estaba claro que el maestro Édritro estaba siendo torturado. Con un movimiento decidido, abrió la puerta de golpe y salió corriendo hacia la escalera. Los escalones de madera crujieron bajo sus pasos y el herrero maldijo su suerte por ello, pero continuó avanzando, seguido de cerca por Erod. En la cabeza de la escalera apareció una figura cubierta de oscura armadura que reflejaba los brillos de una luz lateral. La cara de sorpresa del oscuro guerrero desfiguró sus facciones hasta hacerlas parecer casi demoníacas. Sin pensar Arnot lanzó su martillo hacia el estómago de su oponente, que se dobló en dos cayendo medió metro por las escaleras, apoyándose pesadamente en la pared de roca, y el herrero se precipitó contra él con la daga en la mano izquierda. Cuando llegó a su altura, trazó un arco con la daga buscando encajarla en el bajo vientre de guerrero, pero notó con frustración que estaba encajada en la armadura de láminas. Erod no tuvo el mismo problema al clavar tres de los cinco dientes de su horca en el cuello del extranjero, que trató de erguirse, ofreciendo así un mejor blanco para Arnot, quien desencajó la daga y volvió a clavarla, esta vez hasta la guarda, en la ingle de la ahora ensangrentada figura. De un salto, recorrió los dos últimos escalones y recuperó su martillo, dispuesto a llegar a la habitación de Éditro y acabar con la tortura que allí estaba, sin duda, teniendo lugar. Fue entonces cuando vio la figura del hechicero salir de una puerta al fondo del pasillo.

“Sangre de…” alcanzó a decir, antes de que el encapuchado susurrara algo inteligible y seis pequeños haces de luz, similares a brillantes pivotes de ballesta, surgieran de su mano y convirtieran en fría oscuridad la nocturna furia del herrero.


Desde la habitación de su padre, Áravo siguió disparando flecha tras flecha, hasta terminar con los proyectiles, de modo que bajó al primer piso para hacerse con dos aljabas más, las únicas que qudaban en la casa. En el salón, sus hermanos habían hecho un buen trabajo construyendo una barricada con la mesa y los dos armarios pequeños que constituían todas sus propiedades. Ambos le miraron con gravedad, Xandos con la espada en la mano y Maela con el arco corto semitenso y preparado para disparar contra quien se acercara a la puerta.

-Un poco más -les dijo con una sonrisa- Un poco más y esto habrá acabado ya.

El joven Áravo sentía su sangre bullir. En parte por miedo y horror ante el hecho de haber matado seres humanos por primera vez; en parte alegría y satisfacción por haber llevado a cabo una empresa tan importante con disciplina, tal y como le había enseñado su padre.

Subió los escalones de dos en dos y llegó al ventanuco dispuesto a disparar hasta que los dedos le sangrasen y no quedaran más enemigos en la plaza, pero lo que vio le heló las venas: en un borde de la plaza, casi a punto de desaparecer de su campo de visión bajo los tejados de las casas vecinas, podía ver la figura de su padre arrastrando un voluminoso cuerpo -¿Maese Mingot, podría ser?- con una flecha clavada. En el otro extremo de la calle vio a los jinetes prepararse para disparar y un grito se le ahogó en la garganta. La primera tanda de flechas salió por los aires y Áravo dejó de ver la figura de su padre. En ese momento observó con horror que uno de los jinetes se preparaba para lanzar una jabalina, vio el movimiento como si se tratara de una extremadamente lenta pantomina teatral. Con la mente bullendo ideas, no todas ellas agradables, cogió una flecha, tenso su arco y disparó, en el mismo momento en que el guerrero dejaba partir su arma son asombrosa rapidez. Cuando bajó el arco pudo ver la figura de su oponente desplomarse del caballo, con la flecha clavada en el nacimiento del cuello. Pero ¿y la jabalina? ¿y su padre?

Sin pensar, se colgó el arco y la aljaba a la espalda, bajó de nuevo las escaleras y desenvainó su espada mientras empujaba con el hombro el arcón que su madre había usado cuando estaba viva. 

-¡Áravo! -Gritó Xandos al verle despejar la puerta- ¡Padre dijo que protegiéramos la casa!

-¡Padre está en peligro -grito Áravo mientras terminaba de apartar el arcón y abría ligeramente la puerta- ¡Volved a cerrarla tras de mí! -y desapareció corriendo a la noche, dejando a sus hermanos con un nudo en la garganta y una firme idea en la cabeza. 

Maela fue la primera en incorporarse y acercarse a la puerta. En el momento en que Xandos se le unió, ya estaba claro que ambos saldrían por ella en busca de su padre y hermano.


Cuando el primero de los barriles llegó hasta las patas de los caballos, uno de los jinetes detuvo su avance con el asta de su jabalina, preguntándose qué clase de estúpido ataque consistía en lanzar barriles semivacíos. Esbozó una ligera sonrisa dirigida a su compañero cuando, por el rabillo del ojo vio que el segundo barril había sobrepasado el extraño árbol decorado con cintas de desvaídos colores, que los aldeanos habían plantado en el medio de la plaza. Le sobresaltó, de golpe, el olor que emanaba de los pies de su montura -fruta o algo similar- pero, sobre todo, le asustó  el brillo azulado que parecía extenderse desde el árbol en su dirección. Con un gruñido aferró fuertemente las riendas de su bestia y maldijo a los habitantes de esta remota aldea. Su caballo, primero, y luego todos los demás, comenzaron a encabritarse y tratar de huir, chocando en ocasiones con los otros caballos de la formación.


Desde el tejado Engus volvió a disparar su arco sin preocuparse por apuntar a ninguna de las figuras en concreto. El caos se había adueñado de la plaza y los caballos parecían a punto de desbocarse por culpa de lo que parecía ser una capa de fuego de alcohol que se extendía por la plaza y cuyo aroma a Aliento de dragón ponía, por fin, un punto de familiaridad en esta extraña noche. Escuchó a Drían gritar de júbilo cuando otra de sus flechas se clavó en uno de los jinetes, cuya atención estaba ahora centrada en descender de su enloquecida montura sin ser aplastado por otros de los oscuros corceles. 

En la plaza quedaban, contando también los guerreros que, en un principio, habían estado custodiando la entrada, un total de cuatro hombres a caballo y no parecía que el ataque pudiera durar mucho más.


En el momento en que los dardos de luz golpearon el cuerpo de Arnot y lo tiraron al suelo, Erod Pelliz sintió una voz en su cabeza gritándole que huyera… ¿pero cómo, si estaban en una casa rodeada de jinetes armados con arcos y espadas y lanzas de algún tipo? Ante la imposibilidad para encontrar una forma de escape adecuada, optó por un viejo truco de caza. Metió los dedos con fuerza en las heridas que su horca había causado al guerrero de la escalera y se colocó, lentamente bajo su cuerpo, con la horca horizontalmente apoyada contra la parte baja de la pared, y manchó lo más posible sus ropas con la sangre ajena. Cuando dejó de moverse pudo oír, junto al tambor de sus oídos, los pasos de un hombre acercándose a la escalera. Con sus ojos entrecerrados pudo ver a un hombre de mediana edad, con una capa de viaje negra cubierta de extraños brillos plateados que parecían ser líneas o quizá escritura de algún tipo. En su mano llevaba una daga cuyo filo brillaba en tonos rojizos y se acercaba despacio a Arnot, como si no estuviera completamente seguro de poder acabar con él. Erod comprendió. El herrero no estaba muerto, quizá estaba solo inconsciente y el hechicero, pues de eso se trataba, sin duda, quería acabar con él usando su daga.

Sin darse tiempo para pensar, pues estaba claro que lo que quería hacer era una temeridad, Erod agarró con fuerza su horca y la empujó hacia arriba, dirigiendo el golpe solo al final, cuando consiguió levantarse y quitarse de encima el brazo del guerrero muerto. Trató de clavar su arma en el pecho del conjurador, pero éste se movió con rapidez y solo alcanzó a clavar dos de los dientes en el brazo que sujetaba el arma. Un grito de dolor y miseria salió de la boca del hechicero, que retrocedió varios pasos y comenzó a mover una de sus manos mientras dirigía a Erod una mirada hecha de odio puro. Sin embargo, nada sucedió y el rodeliano volvió a la carga con su horca subiendo los escalones e hiriendo esta vez a su enemigo en la pierna izquierda. El segundo golpe hizo que el hechicero usara su mano buena para arrancar un objeto que parecía un manojo de pelo de animal de su cinturón y lo esgrimió frente a Pelliz, que se preparó para dar su golpe de gracia y enviar un alma más a los infiernos de Penumbra. Pero su golpe se vio contrarrestado por una poderosa corriente de viento que parecía surgir de la mano o del extraño penacho que el hechicero esgrimía. El viento le aplastó  en un principio contra la pared, pero fue perdiendo poco a poco fuerza, a medida que la misma desaparecía de los ojos del herido hechicero. Tras varios minutos de lucha, el hechicero se lanzó a la carrera escaleras abajo y Erod cayó de rodillas, exhausto.


Áravo encontró a su padre inconsciente y tumbado en el suelo, con la jabalina clavada en su hombro  izquierdo. Arrastró el tan familiar cuerpo, ahora inerte, contra la pared cubierta de sombras y, con un giro de muñeca, sacó la jabalina e introdujo uno de sus pañuelos en la herida para cortar el flujo de sangre. Cuando estaba terminando esta operación, Xandos y Maela aparecieron por el callejón trasero.

-¡Llevad a padre a casa! ¡Y esta vez obedeced!

Ambos asintieron y, con el cuerpo de su padre cogido por el tronco y anclado sobre sus hombros, comenzaron el camino a casa.

Frente a Áravo, en la puerta de la casa del maestro, una figura apareció gritando órdenes en un extraño idioma.  En cuanto vio la figura encapuchada supo que se trataba del verdadero cabecilla del ataque. Con un movimiento fruto de la costumbre de la caza desenganchó el arco, cargó una flecha y la dejó partir… solo para ver como ésta se estrellaba contra el muro de la casa. El hechicero se sobresaltó ante el ataque y alzó una de sus manos gritando una letanía obscena que culminó en la aparición de dos bolas de material ardiente que salieron despedidas hacia Áravo. Más por instinto que por destreza, el hijo del cazador se lanzó al suelo y sintió a su espalda, quizá en la casa que le cobijaba, quizá en la posada, una enorme explosión que llenó el aire de humo y piedras que caían del suelo.

Erod avanzó por el pasillo sintiendo la debilidad de sus rodillas y llego hasta el cuarto iluminado, en cuyo centro estaba la desdichada figura de Éditro, con el cuerpo abierto en numerosas heridas, y los ojos enrojecidos, cubiertos de sangre y sin párpados. Los mismos ojos que ahora le miraban con asombrosa intensidad.

-El túmulo -balbuceó en una voz agonizante y apenas audible cuando reconoció a su vecino- de Arid-Mur.

En la calle sonó una fuerte explosión.

-Tranquilo, maestro, tranquilo, llamaremos a Edwina para que cure tus heridas. Tranquilo.

Pero nada de eso era cierto, y también el moribundo lo sabía.

-Tienen... mapa de Arid-Mur -volvió a susurrar, esta vez con menos fuerza-. Quieren romper... sello de Brandowen... despertar el mal que Mur -de nuevo boqueó, escupiendo sangre con cada palabra- encerró con... sacrificio.

-Éditro, tranquilízate, te lo ruego. Tranquilo. Llamaremos a Edwina, ella sabrá qué hacer.

-Arid-Mud traerá... mal de los primeros tiempos -parecía que el maestro buscaba con sus dedos la mano de Erod- Desde Marvalar custodié el mapa -su voz era ahora apenas un sonido intuido- Ellos quieren despertar…

Y Pelliz rompió a llorar frente al cuerpo sin vida del maestro. Lloró también por no ser capaz de comprender qué había querido decir con aquellas extrañas palabras.

Cuando los atacantes se retiraron, quienes habían permanecido en sus casas salieron a las calles para ayudar con los fuegos y los heridos.

Muchos creyeron que ese era el final del sufrimiento… pocos comprendieron entonces, que se trataba tan solo del comienzo.