-Bien, bien, señor granjero -dijo el hechicero susurrando desde la menguante penumbra del amanecer- usted y sus amigos han causado más dolor del esperado.
Erod trató de retroceder lentamente, impulsándose con los brazos hasta chocar con el mismo tronco caído sobre el que el ahora difunto Fefgad se había sentado durante su inefectiva guardia la noche anterior. Frente a él, el hechicero estaba flanqueado por dos de los jinetes vestidos con armaduras oscuras, ambos con las manos en el pomo de sus espadas largas.
-Por favor, no trate de huir. Su presencia será requerida a lo largo del día. Sería inconveniente tener que matarle y rastrear a su compañero. Hemos perdido bastante tiempo ya con este juego de cazar al torpe cazador.
Erod gimió cuando la sangre comenzó a circular con más fuerza en su pierna herida y trató de distinguir las facciones ocultas bajo la capucha pero solo pudo intuir una frente prominente y el brillo de unos ojos que ardían con el reflejo de algo distinto al naciente sol.
-¿Quiénes sois y qué hacéis en nuestras tierras? Somos campesinos sin riquezas y no nos entrometemos en las políticas de los valles o los grandes bosques -Erod tembló aún más cuando escuchó su propia voz, rota y cavernosa, deformada por la sangre seca que la noche había depositado en su garganta.
El encapuchado se limitó a emitir un terrible sonido, medio cloqueo animal, medio estertor moribundo, que quizá buscaba ser risa. Erod comprendió con curiosidad que el hechicero estaba, por alguna razón, agotado. Podía ver una mano crispada a modo de garra animal, aferrando la gruesa tela de la túnica.
-Ésta no es su tierra, señor granjero -dijo el hechicero al tiempo que se daba la vuelta y los dos hombres armados avanzaban hacia Erod- Ustedes se instalaron aquí después de una batalla que podría haber cambiado el mundo. Hoy, usted tendrá el honor de morir en la rectificación de ese penoso hecho, y Jotkar Lashid acabará por fin con Arid el Traidor.
Erod trató de impedir, en vano, que los dos hombres le ataron las manos con una cuerda burdamente trenzada y lo empujaron hacia el camino, haciendo que su pierna le hiciera gemir de dolor.
Maela había descendido por el camino de la planicie en muchas ocasiones. Había acompañado a su padre o sus hermanos en otoño en sus viajes a la Fonda para vender pieles o miel a los escasos pescadores que vivían en la ribera del Draco y, a veces, hierbas de montaña para sus mujeres. Había descendido el camino compartiendo el peligroso peso de los cestos cargados a sus espaldas, pero nunca había sido tan consciente de los peligros que el camino en sí entrañaba como ahora. Engus y Xandos habían comenzado el trayecto caminando como el día anterior, pero en algún momento habían decidido tácitamente, que era necesario avanzar más rápido, de modo que los tres trotaban ligeramente sobre la fría tierra del camino, dejando tras de sí una estela de polvo y piedras que se desprendían y les acompañaban peligrosamente en al bajada.
Xandos mantenía sus manos agarradas a las asas de su fardo, tratando de minimizar los arcos que el equipo trazaba a su espalda con cada paso. Sabía que descender así era una locura pero, después del encuentro de la noche anterior, necesitaba llegar cuanto antes a su destino y cumplir la misión a la que él mismo se había ofrecido voluntario. Necesitaba dejar atrás el cuerpo ahora enterrado de aquel hombre que había salido de la oscuridad para arrasar su aldea una noche y tratar de matarle en la siguiente. El pensamiento de haber sobrevivido al ataque hizo que su paso se acelerara aún más.
Engus trataba sin éxito de recordar una plegaria que su madre solía murmurar cuando él o sus hermanas caían enfermos. Cada nuevo paso retumbaba en sus tímpanos con un estruendo que el cabrero asociaba a los tambores de guerra en las historias de los bardos. No podía comprender qué es lo que había pasado con su vida en apenas un día y medio. ¿Cómo había dejado de ser un tranquilo pastor para convertirse en un asesino? ¿En qué momento había decidido que tomar su arco de caza, con el que antes solo había abatido liebres o algún corzo, y encaramarse a un tejado para matar atacantes, o hundir su espada en el pecho de un hombre era algo que él podía hacer? Y lo que resultaba aún más terrible, ¿en qué momento había comprendido que le gustaba la sensación de miedo y poder simultáneo que ello entrañaba.Negando con la cabeza, como para alejar esos pensamientos, buscó de nuevo en sus recuerdos la plegaria de su madre y continuó al trote su rápido descenso.
Áravo escupió una bocanada de sangre mezclada con saliva tratando de congelar el dolor de su pecho con el frío aire de la mañana. Con un esfuerzo que era tan físico como mental se puso de pié y apoyó su peso contra uno de los pequeños árboles que, enclenques y vencidos por los vientos de la cumbre, levantaban sus pocas ramas sobre el mar de arbustos que los rodeaban.
Trató de dar unos pasos y comprobó con satisfacción que sus piernas estaban bien. La espalda le dolía con aturdidora constancia y su boca era un foco de gritos reprimidos. Recordó vagamente la sensación de romper dos dientes en la caída. Pero eso ya no importaba.
Echó mano al cinto por tercera vez, asegurándose de tener aún su espada ceñida y miró con decisión el camino que conducía a la cumbre, visible con un reflejo amarillento unas decenas de metros al norte. Los atacantes de Rodel habían irrumpido en el campamento durante la guardia de Fergad y ahora él estaba muerto. Había escuchado el terrible grito de Erod y recordó la sensación de pánico y urgencia que impulsó su carrera la noche anterior. Ahora solo estaba él. Solo él podía llegar hasta el valle interior y ver si los jinetes se dirigían realmente al túmulo de Arid-Mur.
Comenzó a subir por el camino atento a sus pasos, tratando de mantenerse lo suficientemente encorvado como para quedar parcialmente oculto bajo las finas ramas de los árboles. No quería arriesgarse a que sus perseguidores le vieran si aún estaban cerca. Los últimos metros, desprovistos de vegetación alta, los recorrió arrastrándose por el suelo, serpenteando trabajosamente entre las blancas rocas que coronaban la montaña. A unos pasos de llegar al punto más alto, tuvo la sensación de haber realizado una gran azaña, a pesar de que había recorrido el camino desde Rodel al túmulo en múltiples ocasiones. Todos los niños de la aldea habían subido alguna vez hasta el valle del túmulo para ver, desilusionados, el montículo cubierto de maleza asentada sobre tierra y enormes sillares de piedra que formaban la tumba de una importante personalidad, muerta cientos de años antes. Según qué abuelo contase la historia, bajo Arid-Mur yacía un poderoso guerrero, un tirano cubierto de maldiciones, un brujo que se había inmolado al perder el control de su propia magia o un noble que se había hecho enterrar en vida para reunirse con su amante fallecida. Lo que hubiera bajo la suave colina no tenía tanta importancia en sí mismo, pensó Áravo, como el hecho de que el hechicero y los jinetes habían torturado y asesinado al maestro para descubrirlo. Si ellos se dirigían al túmulo, Áravo tenía que verlo con sus propios ojos y regresar al pueblo para alertar a los vecinos y esperar a que la Guardia llegase. Siguió reptando y sonrió ante la idea de ver el castigo que recibirían los asesinos de sus vecinos.
Reptó sobre la última roca y se cobijó tras un peñón blanco que marcaba el punto de descenso. Frente a él se abría el estrecho valle del túmulo, con el riachuelo Mur en su lado más occidental, el oscuro Pico de Ziggur marcando el límite con el Bosque de las Arañas al este y la elevación del túmulo en el centro, apenas a medio kilómetro en suave descenso de la cima de la montaña. Áravo sintió cómo su corazón palpitaba desbocado al ver el campamento de tiendas oscuras que varias decenas de hombres, vestidos con oscuras armaduras, montaban junto al túmulo.
Erod recuperó la consciencia por enésima vez desde que emprendieran el camino. Seguía estando maniatado y tumbado como una manta de viaje, saltando sobre el lomo de un caballo que se movía con brusca rapidez, y notaba con preocupación la intensidad del dolor en su pierna y el creciente embotamiento de su cabeza que le producía escalofríos seguidos de horribles olas de calor. Al frente, tres jinetes marchaban al trote y, a su espalda, rodeado por cuatro figuras más y siniestro como una bandada de cuervos volando en noche de tormenta, se encontraba el hechicero, balanceándose extrañamente sobre su montura.
Desde que salieran del bosque y se reencontraran con el resto de los jinetes en el camino, habían avanzado rápidamente en la creciente luz, trotando con urgencia sobre el camino de grava prensada. En su duermevela febril le sorprendió que ninguno de los caballos sufriera un accidente al recorrer así este terreno, por todos era sabido que los caballos en el camino de la montaña debían ir al paso, algo más rápido era una invitación a piedras desprendiéndose y patas rotas. Una nueva curva hizo que el caballo se desplazase hacia la derecha, y Erod volvió a golpear su cabeza repetidamente contra la tersa y olorosa piel del animal. Todo se volvió oscuro lentamente y el rodeliano se dejó engullir por ella, prefiriéndola a la cruenta realidad.
Xandos casi se sorprendió cuando el camino dejó de ser un descenso y la montaña dió paso al panorama abierto de la enorme extensión que era la planicie. Tras horas de paso más o menos rápido, con la frente cubierta por una capa de sudor y polvo del camino, por fin habían llegado a la tierra baldía que separaba las montañas del río Draco, y éste del Bosque Viejo. Se detuvo para recuperar la respiración y esperar a sus dos acompañantes. Engus y Maela se habían retrasado en uno de los tramos más pendientes y, aunque habían permanecido siempre a la vista unos de otros, el joven había disfrutado del camino en solitario, quemando con el ejercicio buena parte de las preocupaciones que la mañana había traído consigo.
Maela llegó la primera, con las mejillas enrojecidas por el esfuerzo y un brillo animado en la mirada.
-¿Cansado ya, Xandos? Después de esa escapada tenía miedo de que siguieras corriendo hasta la Fonda para dar tú solo la noticia del ataque y contarle a Atima que tú derrotaste con tus manos a veinte jinetes en el pueblo y a diez más en el camino.
Por un segundo, Xandos mostró sus sorpresa, pero pronto comprendió que su hermana buscaba bromear con él y no insultarle de ninguna manera. Engus llegó sofocado justo cuando él comenzó a responder.
-Quizá si te movieras con más rapidez, en vez de seguir retrasándonos, yo no tendría que hacer esta parada y Engus no tendría que seguir vigilando tu espalda, hermana.
Engus los miró con evidentes muestras de no entender lo que estaban diciendo y trató de hacerse oír por encima de su propia respiración.
-No es que -dijo y volvió a tomar aire expulsándolo ruidosamente- no pudiera seguiros -de nuevo se interrumpió a sí mismo para tomar aire, esta vez con los brazos en jarras y mirando hacia el horizonte con la boca abierta para absorber más aire- pero el camino es peligroso y hay que tener…
En la cara, aún enrojecida y sudorosa, del cabrero se dibujó un gesto de intriga. Levantó un brazo y señaló con el dedo hacia el suroeste. Automáticamente, todos miraron en la dirección indicada y pudieron ver una fina columna de humo que parecía demasiado cercana para ser algún asentamiento de pescadores del río. Lo más preocupante era que varias sombras aladas volaban en amplios círculos sobre el lugar.
-¿Carroñeros sobre un campamento? El humo y la actividad deberían ahuyentarlos -dijo Xandos mirando a su hermana, que había dedicado incontables horas en su niñez a observar el comportamiento de las aves de la montaña.
-Debería ser así… siempre que haya movimiento en el campamento -respondió Maela lanzando una mirada de angustia a sus dos acompañantes.
Engus soltó un gruñido mientras apoyaba sus manos en las rodillas, flexionando un poco las piernas en un gesto que podría haber sido el principio de una caída pero que se convirtió en un nuevo trote rápido. Los dos Lascafina lo siguieron sin decir nada. Todos pensaban en las múltiples huellas que seguían marcando el suelo sobre el que corrían.
Áravo movió lentamente sus brazos para desentumecerlos del frío que mordía con fuerza hueso y músculo desde hace horas. La roca detrás de la que se cubría parecía hecha de hielo sólido y turbio, con redondeadas aristas que ahora, después de horas de contacto, parecían afiladas como cuchillas de sanador.
Había podido contar unos veinte hombres pertrechados como los que asaltaron Rodel, pero ninguno de ellos estaba herido y había una línea de caballos en el extremo meridional que parecía estar formada por más o menos el mismo número de monturas. Sin embargo, por la forma en que los hombres levantaban las tiendas, desensillaban sus caballos y empezaban a armar hogueras alrededor del campamento, era evidente que habían llegado no hacía demasiado tiempo. Siendo así… ¿por qué no habían participado en el ataque a Rodel?
Le sorprendió observar que varios de los hombres formaban un perímetro entorno al campamento y otros alrededor del túmulo en sí, compartiendo dos de los guardias un mismo puesto de vigilancia. Todos ellos daban pequeños pasos, para alejar el frío, pero se mantenían en su posición observando hacia el exterior, con los brazos cruzados y las manos hundidas bajo las axilas. En el centro del campamento se podía ver una tienda ligeramente más grande que el resto, también hecha de lona oscura y con un estandarte que se ondeaba lentamente con el ocasional viento de la montaña. Desde la cima, Áravo no era capaz de distinguir ningún tipo de motivo en el estandarte, y se preguntó si no sería, como el resto de las tiendas y sus ocupantes, simplemente un elemento oscuro, sin color ni más referente que su propia presencia. En un extremo del campamento había una tienda custodiada especialmente por un centinela que lanzaba miradas ocasionales a su interior y se movía con más libertad que sus compañeros en el perímetro.
La tranquila escena se rompió cuando el sol comenzaba ya su marcado declive. El sonido de cascos comenzó a resonar en el valle, e incluso desde su retirada atalaya, Áravo podía escuchar el eco resonar varias veces antes de desaparecer en la lejanía. Pronto apareció el origen del sonido: una comitiva de unas siete o nueve personas a caballo surgieron del camino bajo del oeste, el mismo que conducía al norte de Rodel.
Tratando de permanecer oculto, Áravo descendió un par de metros entre las rocas para poder ver con más claridad a los recién llegados, y comprobó con una mezcla de horror y alivio que Erod estaba atado en la grupa de uno de los animales, conducido por un jinete de menor tamaño que el resto. Uno de los últimos en aparecer en su campo de visión fue el hechicero, cubierto con la misma túnica oscura y rodeado por varios jinetes que se dirigieron inmediatamente a la línea de caballos. El jinete que custodiaba a Erod y el hechicero se dirigieron al centro del campamento y, antes de que pudieran desmontar, salió a su encuentro una alta figura vestida con ropas oscuras y algo que podría ser una capa o un escudo enorme ceñido a la espalda, hecho de un material parcialmente rígido que era también negro pero brillaba ocasionalmente con un tono cercano al bermellón.
El hechicero desmontó trabajosamente y se arrodilló ante el extraño y le tendió algo que sacó de un pliegue de sus ropajes. La figura de la capa cubierta de láminas o escamas -el movimiento había hecho evidente que se trataba de tal- tomó el objeto y puso sus manos sobre la cabeza del arrodillado hechicero. Áravo creyó ver, en un pavoroso momento de incertidumbre y, sin duda, ilusión óptica, algo similar a un brillante fulgor rojizo parecido a una lengua de fuego nacer de la mano de uno y recorrer con rapidez el cuerpo del otro. Cuando trató de enfocar la mirada y comprobar si lo que había creído ver era real o no, los dos hombres se separaron y ninguno de los jinetes cercanos dieron muestra alguna de haber presenciado algo poco convencional. El hechicero se dirigió al caballo que portaba a Erod y, con un gesto autoritario, hizo que un jinete llevara al aparentemente dormido rodeliano a la tienda custodiada. Una vez que llegó a la entrada de la tienda, Áravo vio tuvo que reprimir un grito cuando el guardia de la misma separó la tela de la entrada y recogió de su interior unos grilletes que cerró con fuerza entorno al cuello inerte. Luego, el guardia que llevaba a Erod lo lanzó al interior de la tienda como si se tratara de un fardo de ropa sucia, y después caminó unos metros y desapareció dentro de una de las tiendas cercanas ya montadas.
Erod despertó sobresaltado cuando su cabeza golpeó contra el suelo apenas cubierto de hierba, abrió los ojos temiendo lo que iba a encontrar y comprobó que ya no estaba montado en un caballo sino que estaba en el interior de una casa… o algo similar, con varias personas mirándole. Trató de incorporarse pero sus manos estaban atadas con una cuerda que pronto recordó. Algo había cambiado. Su cuello estaba frío ahora. Alzó las manos y palpó con sorpresa la anilla metálica que rodeaba su cuello y que le unía mediante una cadena a las otras personas que le rodeaban. Trató de enfocar la mirada y pasar sobre la nube que embotaba su mente y le hacía tiritar: estaba en una tienda de lona clavada al suelo en los extremos y sujeta en el interior con un armazón de seis troncos finos.
-¿Erod? -Susurró una de las figuras que le observaban- ¿Qué te han hecho, Erod?
Y Erod reconoció de pronto la cara de quien le hablaba, y, poco a poco, las del resto de quienes estaban en la tienda. Solo entonces, por primera vez desde que comenzara su cautiverio, cedió a la ola de desesperanza y dejó salir un amargo grito, que nacía en los más profundo de su ser y contenía toda la rabia, el dolor y la desesperación que sentía. Gritó hasta que sus pulmones ardieron. Gritó hasta que su voz se convirtió en un aullido. Gritó hasta que el guarda entró en la tienda y le golpeó en la cabeza con la parte plana de su espada.
Maela contuvo las lágrimas una vez más y acarició afectivamente la mano de Enisa Roedur, la anciana de Endrinal que cada primavera le regalaba galletas durante la fiesta de la Cosecha. La misma que, año tras año, contaba historias sobre los tiempos del Marqués de Irusa y Lerisil, la hermosa princesa elfa que escapó de su padre para seguir los dictados del corazón. Maela trataba de sonreír mientras la fuerza desaparecía, segundo a segundo, de los ojos de la anciana moribunda.
Xandos recorría las improvisadas literas en las que estaban tumbados otros cinco vecinos de Endrinal, tres de ellos ya muertos a consecuencia de evidentes heridas que apestaban a putrefacción y dos aún vivos pero apenas conscientes de estarlo. El tiempo había pasado tan rápido como la tierra bajo sus botas. Kilómetros y horas unidos por la necesidad que los tres tenían de saber qué había ocurrido en el pueblo vecino. El joven Lascafina notaba sus pies abotargados por la larga carrera que, salpimentada por escasas paradas, les había traído hasta este punto pero no era capaz de detenerse a descansar. Temía que si se dejaba caer al suelo, si dejaba de moverse, no sería capaz de levantarse nunca más. Sentía que sus pies y su corazón sentían el mismo dolor.
Por su parte, Engus permanecía de pié en medio de de aquella desolación de cuerpos y exiguas raciones consumidas en parte y pellejos de agua e inservibles horcas y azadas demasiado pesadas para servir de ninguna utilidad a las manos junto a las que yacían.
-Ataque… -murmuró Enisa, como en sueños- Hombres, todos, mueren… -continuó alzándose ligeramente y mirando a Maela con intensidad- Tres nos bajan… la Fonda… lejos… ya… -y su mirada se vuelve trasparente y la anciana se deja caer con brusquedad, respirando en ruidoso estertor.
Engus observaba el rastro de pezuñas y pies que avanzaba hacia el suroeste, hacia el río y la Fonda del Elfo. Alguien había tenido que tomar la determinación de abandonar a los heridos y demasiado frágiles para llevar el mensaje del ataque a la Guardia hace uno o dos días completos. ¿Qué clase de persona hacía algo así? ¿Qué quería decir la vieja Ensina con “hombres, todos, muertos”? ¿Habían matado los jinetes a los pocos hombres que vivían en Endrinal?
-No tiene sentido -dijo Xandos en voz demasiado alta para el tétrico lugar en el que se encontraban- ¿por qué atacar también Endrinal?
-¿Qué haremos ahora? -preguntó Maela, aparentemente ajena a la conversación de sus dos compañeros- No podemos dejarlos aquí, así. Serán pasto de los carroñeros en cuanto caiga la noche… y para eso no falta mucho más.
-Desde este punto de la planicie hasta la Fonda se tarda toda una jornada de luz. No nos interesa caminar en la oscuridad y, como Maela dice -respondió Xandos dirigiéndose a Engus- no queda mucho para que caiga la noche.
Engus asintió y se dejó caer sobre el pisoteado suelo, acariciando con la mano el pomo de su espada.
-¿Qué clase de persona hace algo así? -lo escuchó murmurar Xandos.
Las horas pasaron sin cambios, salvo el creciente frío que dolía ya como una quemadura y su boca que ardía allí donde la caída había arrancado dos dientes. Desde que escuchara el infernal grito que había salido de la tienda en que habían arrojado a Erod, Áravo se debatía, su conciencia dividida en dos: una parte, la más sensata, le aconsejaba reptar hacia la cumbre de la montaña y descender el camino andado para llegar a Rodel lo antes posible y avisar al resto del pueblo. Otra mitad, la más temeraria, le gritaba que Erod era uno de sus vecinos y que no podía abandonarlo a manos de sanguinarios jinetes y hechiceros. Su mano derecha se apoyó igual número de veces en el pomo de su espalda que en la roca a su espalda para iniciar la retirada. La fuerza de ambas opciones le mantenía clavado en el mismo lugar, sin capacidad de retroceder y ponerse a salvo o hacer algo para ayudar a su vecino.
Cuando la luna se hizo visible en el firmamento aún azulado de la tarde, los fuegos comenzaron a arder en todo el campamento, creando puntos de luz que marcaban claramente el contorno y los puntos principales del mismo. Poco después, un hombre salió de la tienda principal y se dirigió a la que estaba custodiada, y adonde habían llevado a Erod. Inmediatamente el guardia se introdujo en la tienda y de ella comenzaron a salir unas cuatro personas ligadas entre sí por cuerdas o cadenas atadas a sus cuellos. Entre ellas Áravo creyó distinguir la silueta de Erod, pero no estaba seguro. La cada vez más tenue luz del atardecer hacía más difícil ver claramente qué estaba ocurriendo, sin embargo estaba seguro de que la figura que se había acercado al lado norte del túmulo era la del hechicero. Poco después de su llegada, comenzó a moverse con una extraña cadencia hacia adelante y atrás, moviendo los brazos al frente y trazando símbolos en el aire. Era evidente que los jinetes que vigilaban el perímetro estaban ahora mirando hacia el túmulo, sus oscuros yelmos reflejando ahora de perfil el brillo de las llamas junto a las que montaban guardia. De pronto una iridiscencia de tonos cobrizos comenzó a bañar la capucha del hechicero y frente a él las hierbas que crecían sobre el túmulo comenzaron a oscurecerse lentamente. Áravo no podía ver claramente pero algo parecía estar creciendo por encima del túmulo, una especie de agujero parecía estar formándose hacia el interior.
En el momento en que el cántico y el movimiento cesaron, la columna de prisioneros fue conducida hacia el hechicero y de la tienda principal salió un jinete portando una tea y precediendo a la figura cubierta con la capa negra de brillos rojizos, que ahora producía diferentes reflejos al pasar frente a los fuegos. Cuando la imponente figura llegó frente al túmulo, el hechicero se acercó al agujero y una pequeña luz comenzó a flotar sobre él, iluminando la entrada de lo que ahora Áravo reconoció claramente como un túnel perfectamente delimitado. Sin un gesto visible, todos se internaron en el túnel: primero el hechicero, seguido de dos guerreros y la columna de de prisioneros, luego un guerrero más y, por último, el hombre que era a todas luces el líder del grupo.
Áravo no pudo evitar incorporarse por encima de la fría roca cuando un horrendo y angustioso grito surgió del túmulo, como si saliera de las entrañas del mismo reino de Penumbra, coincidiendo con el golpe de un potente rayo, surgido de un cielo sin nubes de tormenta, que golpeó justo en el centro del túmulo haciendo saltar tierra y roca por los aires y llenando la noche incipiente con el ruido atronador de un trueno simultáneo.
Erod avanzó con temor por el pasadizo tallado en la misma roca. Sus ojos hacían aparecer frente a él luces de diferentes colors y en varias ocasiones se sintió caer al suelo solo para ser recogido por las gentiles manos de Mino, uno de los tres vecinos de Endrinal que estaban encadenados con él, o por las rudas garras de los hombres de las armaduras negras. Caminó sabiéndose morir con cada paso hasta que llegó a un pasadizo distinto. Un túnel más ancho y construido a base de sillares mohosos que olían a humedad y putrefacción. Sintió que su estómago se doblaba y vomitó con fuerza sobre una de las paredes, tratando de apoyar en ella sus manos atadas para no caer al suelo y sintiendo sólo la blanda humedad de un hongo que, lejos de detener su descenso, lo hizo resbalar con mayor rapidez. Un olor a cementerio inundó el pasadizo cuando logró sacar sus manos de la gelatinosa superficie y uno de los guardas avanzó y lo sujetó por la cadena, obligándolo con brusquedad a caminar hacia el frente.
Trastabillando llegó a una sala mucho más amplia que estaba iluminada por varias teas en manos de los guerreros y por una extraña luz que parecía volar sobre las otras figuras ya dentro. Lo que vio en el centro de la sala le hizo lanzar una exclamación. Una alta figura cubierta con una capa hecha de grandes escamas marrones pasó a su lado y una mano tiró de su anilla. Con sorpresa comprendió que alguien estaba accionando el resorte que liberaría su cuello pero su mente tardó unos segundos en comprender que eso no era una buena señal. Sus compañeros de cautiverio gritaron y trataron en vano de avanzar cuando dos de los hombres empujaron a Erod al centro de la sala. Uno de ellos, Orped Azual, pastor y quesero con el que había hecho negocios en el pasado, llegó incluso a enfrentarse con uno de los guardas.
-¡No sabéis lo que estáis haciendo! -gritó el quesero antes de que el guarda lo abofetease con fuerza.
El hechicero y el otro hombre, ajenos a la conmoción, estaban entonando un cántico cuyas notas resonaban terribles en la piedra del túmulo y Erod se obligó a lanzar una nueva mirada al centro de la sala. ¿Cómo era posible? ¿Había perdido finalmente la cordura? ¿Estaban vivas o muertas aquellos hombres? Se dejó caer de rodillas e, inmediatamente, unas fuertes manos lo levantaron y llevaron junto al hechicero y al otro hombre cuyos ojos, comprobó Erod con aterrorizada incredulidad reflejaban ahora un brillo rojo que no pertenecía a ningún color presente en la sala. El hombre de los ojos infernales levantó una mano con uñas afiladas como garras y el rodeliano supo que su vida estaba a punto de terminar. Con el último resuello de sus pulmones se lanzó con los dientes abiertos como fauces de lobo hacia el cuello de su enemigo y un nuevo grito de venganza y desesperación salió de su dañada garganta. En un segundo que duró lo mismo que toda su vida anterior vio como la garra aferraba su garganta y la figura se giraba sobre sí misma, sin cesar su cántico. Una fuerza imposible aplastó su garganta y se clavó en su carne produciendo una explosión de dolor que terminó con su consciencia.
Erod Pelliz observó sin emoción cómo su sangre surcaba el aire helado del túmulo, bañando las inmóviles figuras que,en el centro de la sala, batallaban en un silencioso combate de siglos. Falleció con el ruido del trueno en sus oídos.
Xandos salió de su ensimismamiento cuando un lejano trueno le recordó el tétrico lugar en el que estaba. Pero eso no era todo… algo más había llamado su atención. Se incorporó y vio la figura de su hermana erguida y mirando hacia el suroeste.
-Jinetes -susurró Maela -vienen cabalgando con antorchas. Nadie hace eso si quiere pasar desapercibido.
A su espalda, Engus se puso en pie sacando ruidosamente la espada de su vaina.
-Aunque esperes que la luz de Valion ilumine tu casa, prepárate por si un fuego quema tu pajar -citó Engus el viejo refrán, y comenzó a caminar hacia los jinetes, deteniéndose una decena de metros más allá del improvisado campamento y plantando su propia antorcha en el suelo para que le pudieran ver. Xandos y Maela le imitaron, dibujando con sus luces una línea de tres puntos.
-Si Engus tiene razón… -comenzó a decir Xandos a su hermana.
-Si Engus tiene razón, los dos tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos -lo interrumpió dirigiéndole una sonrisa- En cualquier caso, hermano, no hace falta decir cosas que los dos sabemos.
Sus tres sombras fluctuaban con el movimiento de las llamas pero ninguno de ellos se movió hasta que el ruido de los cascos se detuvo y una voz tronó desde la distancia.
-¿Quién detiene el avance de la ley de Valión?
Maela lanzó un suspiro de nerviosismo y Engus respondió con rapidez.
-¿Pertenecéis a la Guardia de la Marca del Este?
-¡El Ejército del Este, querrá decir, campesino! ¿Quién se atreve a frenar nuestro avance? ¿Son ustedes también vecinos de Endrinedo? ¿Ha habido nuevos ataques?
-No somos vecinos de Endrinal, señor soldado -respondió Maela- sino de Rodel, y nuestro pueblo a sufrido también un terrible ataque en el que hemos perdido tres hombres.
-¡Un hechicero también formó parte del ataque! -añadió Xandos.
Los soldados avanzaron hasta crear un arco de luz en el que todos podían verse las caras. El hombre con el que habían hablado llevaba una casaca amarillenta que quizá en otros tiempos fue dorada y una cota de mallas con el emblema de la Marca del Este en el pecho. Una gastada cimera y una espada a dos manos reposaban atados con cinchas de cuero tras el jinete. Su rostro barbado mostraba más el paso de los combates entablados que el de las estaciones vividas.
-Mi nombre es Roviro de Leciobranco, soy capitán de la guarnición itinerante del Norte. Hemos escuchado historias similares a la vuestra en los últimos dos días. Un mensajero enviado desde una posada junto al Draco nos informó de que ese pueblo -el capitán dudó por un par de segundos como buscando en las palabras recientemente escuchadas- Endrinal, había sido atacado. Los tres supervivientes también nos han dicho que un hombre del pueblo, un tal Orped Azual, había guiado a los atacantes indicando las casas de dos hombres que no eran oriundos del pueblo sino que habían llegado de otras partes de la Marca.
Maela se llevó la mano a la boca y suprimió un grito mirando a su hermano. ¿Orped Azual? ¿El hombre que vendía los quesos y mantequillas en la feria y guiñaba el ojo a cuanta jovencita cruzaba su camino? ¿Él había causado el ataque?
Los soldados decidieron acampar en la planicie para evitar la tormenta que visiblemente estaba azotando las montañas y durante las siguientes horas, los tres rodelianos contaron su historia y scucharon con alivio que Gladur, uno de los hijos de la familia Fontañer y amigo de los Lascafina, era uno de los supervivientes y que había permanecido en la Fonda para descansar una noche y emprender el camino de regreso al siguiente día. A Xandos no le sorprendió saber que el joven había jurado frente al capitán de Leciobranco vengar la muerte de su familia haciéndose un tajo en la mano izquierda con un cuchillo de la Fonda.
El tercer grito hizo que Áravo comprendiese algo que su mente no podía entender pero que su corazón gritaba con demasiada fuerza. Quizá él no hubiera nacido un héroe y quizá no supiera a dónde le conducía el camino que estaba a punto de emprender, pero era necesario que hiciera algo. Los múltiples rayos caídos sobre el túmulo se habían visto acompañados por la llegada de una gran tormenta que estaba encabritando a los caballos, apagando el fuego de las hogueras más pequeñas, arrancando de su sitio algunas tiendas y creando el caos por todo el campamento. Con este pensamiento en mente, Áravo comenzó a descender la pendiente, serpenteando entre las grandes rocas y tratando de mantenerse oculto. Buscando la forma de llegar hasta el riachuelo y cruzar por el punto del perímetro menos iluminado; aquel en el que dos hogueras se había apagado y los centinelas estaban envueltos en mayor oscuridad.
Un cuarto grito resonó y trajo un nuevo relámpago que iluminó todo el valle. Áravo se escondió y trató de memorizar la situación de los centinelas. Aprovechando la reverberación del trueno entre las montañas, salió corriendo y descendió hasta el Mur, teniendo cuidado al cruzar sus gélidas aguas. Llegó al punto intermedio de los dos centinelas con la sensación de que el corazón se le escaparía por la boca, llevaba la espada desenfundada pero envuelta en su propia capa, para evitar que el brillo del metal pudiera delatarlo si algún jinete se acercaba con una antorcha. Temiendo la llegada de un nuevo grito, se armó de valor, pensó en su padre y encomendó su alma a Valion corriendo hacia el túmulo.
Estaba a menos de cinco metros de la entrada cuando un jinete dio la voz de alarma a su espalda y Áravo escuchó en su mente un toque de combate tan claro como el que su abuelo había escuchado al servicio de la Guardia. Con un gesto amplio desembarazó la espada y cargo en diagonal contra la entrada del túnel. Si algo bueno podía salir de esta insensatez, primero debía sacar a Erod de esa tumba centenaria. Un nuevo grito restalló en la noche y el hijo mayor de Lucio Lascafina entró en el túmulo al tiempo que un relámpago iluminaba el cielo nocturno.
Una flecha silbó sobre su hombro cuando se internó en el pasadizo y el brillo residual del relámpago le permitió intuir la sombra que avanzaba hacia él desde el interior, en un pasillo que parecía más grande que el que él ocupaba. Con un movimiento que su padre consideraba el más alto punto de la esgrima marcial, se lanzó rodando hacia delante y trazó un arco ascendente con su espada. Tal y como su padre le había enseñado, este movimiento bloqueó el sencillo golpe con el que su oponente había reaccionado y levantó la espada de su enemigo haciendo que golpease el techo del pasadizo. Sin detenerse a pensar, Áravo aferró la espada con dos manos y descargó un poderoso golpe descendente sobre el cuello del guerrero oscuro, que dejó caer la espada y se colapsó sobre sí mismo emitiendo un gemido de dolor. Continuó su avance escuchando tras de sí el ruido de botas acercándose a la entrada. Se negó a pensar en las consecuencias de su acción y cargó con renovada fuerza hacia adelante. Al frente veía la luz de una sala más grande en la que había varias figuras. Directamente frente a la entrada se encontraba la inconfundible silueta de otro jinete. Con un rápido movimiento de muñeca, sacó su daga del cinturón y la lanzó a ciegas contra la parte superior de la figura. Escuchó el golpe y vio con deleite cómo su nuevo adversario retrocedía unos pasos. La daga replicó contra el suelo de piedra después de golpear, Áravo suponía, al jinete con la empuñadura. Pero esa era toda la ventaja que necesitaba. Sintiendo en su interior una fuerza que era tan sólida como las peñas y más fría que las aguas de los ríos que bañaban la tierra en que su familia había vivido desde hacía más de seis generaciones, se lanzó de nuevo al ataque.
Salió del túnel y amagó una huída hacia la izquierda, cambiando el peso de pie en el último momento y desplazándose ligeramente hacia la derecha, obteniendo una mejor visión del flanco izquierdo del jinete. Avanzó primero y pivotó después sobre el pié izquierdo y giró doblando las rodillas blandiendo su espada a la altura del muslo de su oponente, golpeando en parte las escarcelas metálicas que protegían la parte superior de las piernas pero llegando a hundir el filo a lo largo de la parte trasera. Sesgando carne y músculo con la fuerza del golpe. Disfrutando de la inercia, Áravo golpeó al frente describiendo un círculo en el aire y siguió avanzando mientras el jinete caía al suelo gritando en su lengua. Dos pasos más lo acercaron al centro de la sala y es espectáculo que presenció le hizo frenar su ataque.
En el centro de la sala había diversos cuerpos inertes, todos ellos vecinos de Endrinal, y cinco figuras; la más cercana era un guerrero que observaba a Áravo con horror y aferraba su espada con dos manos, indeciso ante la idea de cargar, mientras miraba la escena que tenía lugar a su espalda. Tras el guerrero se veía al hechicero desmayado sobre el frío suelo y al líder, que estaba envuelto en una luz azulada y estaba arrancando algo de la mano de un hombre que parecía inerte, vestido con una ensangrentada armadura completa, que Áravo no había visto entrar en el túmulo. A los pies del hombre de la armadura estaba un segundo hombre inerte, vestido con un hábito o túnica roja, que parecía clavado al suelo por la mano extendida del primero. Detrás de las dos figuras trabadas en el silencioso combate, Áravo pudo ver, al fin, el rostro descompuesto de dolor de Erod Pelliz, y un nuevo grito de ira, esta vez emitido por voluntad propia, inundó la sala. Consciente de haber perdido parte de su concentración por observar la escena, volvió a cargar contra el guerrero justo en que el hombre de la capa se apartaba del centro de la sala apretando ambas manos contra el pecho y con una mueca de satisfacción en su retorcida cara. En ese momento, la figura que permanecía de pies pareció dar un paso y el guerrero, dando la espalda al rodeliano, descargó un certero golpe contra la cabeza desprotegida haciendo que la figura doblara las rodillas y cayera hacia adelante.
Al mismo tiempo, una carcajada surgió del montón de carne y el hombre de la túnica roja saltó hacia adelante lanzando por los aires el cuerpo sin vida de su aparente enemigo.
Áravo cargó contra el guerrero, consciente de escuchar los pasos de otros jinetes a su espalda, y clavó la espada con toda su fuerza entre la unión lateral del peto. El guerrero cayó hacia el frente y arqueó la espalda al mismo tiempo que el líder caía de rodillas y elevaba ambas manos hacia el techo del túmulo, ofreciendo algo que parecía un disco de piedra o quizás metal opaco. El hombre de la túnica roja posó su mano sobre el guerrero que Áravo acababa de ensartar en su espada y el joven observó con horror cómo la piel del guerrero se apergaminaba poco a poco, hasta terminar, al cabo de pocos segundos, convertida en ceniza que se fragmentaba y desprendía de los huesos envueltos en absurdamente holgadas ropas de combate. Áravo se movió hacia la izquierda con horror, tropezando con el cuerpo del hechicero y cayendo al suelo sobre su espalda. Golpeó su cabeza contra el suelo y giró sobre sí mismo para evitar ser golpeado por cualquiera de los enemigos presentes. Trató de alzar su espada cuando uno de los jinetes se abalanzó sobre él pero comprobó que la había perdido en la caída, de modo que no pudo hacer nada para evitar el filo del arma que se clavó en su abdomen paralizándolo y obligándolo a aferrar la hoja de su oponente con las manos desnudas. Notó el corte en las palmas de su mano y abrió los ojos a la espera del golpe que terminaría con su vida, pero en lugar de eso solo vio la demacrada cara del guerrero sufrir el mismo proceso de envejecimiento y putrefacción que el primero había sufrido al contacto con el hombre de la túnica roja. Sin más fuerza en su interior, Áravo dejó caer sus manos y sintió una última oleada de dolor cuando la espada resbaló y cayó sobre su costado, ampliando la herida al salir de su cuerpo. Con un último esfuerzo movió su mano derecha y encontró lo que buscaba, sonriendo por última vez al notar su tacto.
Tres días después, el Ejército del Este permitió a Arnot, Engus, el joven Gladur Fontañer, Lucio Lascafina y sus dos hijos entrar en el túmulo por el enorme y burdo agujero que había destrozado una buena parte de la estructura. Los soldados habían llegado al túmulo en la tercera mañana después del ataque... y habían encontrado un campamento desolado, lleno de armaduras oscuras sobre huesos casi convertidos en piedra.
El patriarca de los Lascafina cayó de rodillas ante el cuerpo inerte de su hijo mayor y sintió en la lejanía el abrazo de Xandos y Maela. Unos metros más allá, el único superviviente de los Fontañer se abrazaba a los restos ensangrentados de una mujer y sus gritos hicieron que Lucio recuperara la consciencia. Se desembarazó de sus dos hijos y avanzó apoyado sobre las palmas de la mano hasta el cuerpo sin vida del que había sido Áravo. Las lágrimas se le escaparon cuando vio las heridas que el joven tenía en el rostro y en el vientre, pero también observó con orgullo que aún empuñaba la espada de su propio padre. Con un gruñido animal se levantó, con ayuda de sus dos hijos, abrazando el cuerpo de Áravo. Los cuatro salieron del túmulo en silencio. En el exterior Maela aferró un trozo de tela que estaba prendido entre los destrozados restos de una de las tiendas que habían sido el centro, parecía, de algún tipo de batalla. Se trataba de un triángulo de tela casi completamente negra, con tres calaveras unidas por la frente.
Mientras avanzaban por el camino que los llevaría a Rodel, Maela se hizo un pequeño corte en su mano izquierda, murmuró unas palabras inaudibles para todos salvo para los dioses y apretó con fuerza el trozo de tela, mirando con odio el camino que, a su espalda, llevaba hacia el oriente, más allá de las montañas.