martes, 9 de julio de 2019

Los poderes del Valle Sagrado (II)



Había algo universalmente reconfortante en mantener los ojos cerrados, en profunda calma, con un buen cuenco de comida caliente entre las manos y una chimenea encendida a la espalda, pensó Athror. Aunque ni el hambre ni el cansancio fueran excesivos; aunque la noche no fuera en absoluto fría. 

El elfo se concedió unos segundos más de tranquilidad antes de abrir los ojos y volver a un presente que requería de atención. 

La posada había comenzado a llenarse poco después de la llegada de los tres viajeros. El ocaso marcaba el fin de la jornada de trabajo y, con la ausencia de luz natural, aparecían las velas, los candiles y los parroquianos habituales de la posada El viejo acebal, en busca estos últimos de algo de conversación, alcohol y camaradería tras un día de fatiga en los campos. 

Se encontraban a apenas medio día de trote de Alameda, en el camino llamado “de la Mantícora”, que llevaba desde el oeste a las tierras de Virsistán. En realidad, para llegar a su destino, el misterioso Valle Sagrado, los tres viajeros deberían haber tomado el camino a Lacarda, pero en Robleda les habían hablado de una experimentada guía llamada Seima Umbraclara que acompañaba a grupos de exploradores por las zonas de la laguna de Liafdag, Bosqueacebo, Torregnoll y el Valle Sagrado. Todo por un precio, obviamente.

Apenas habían tenido tiempo de sentarse en una mesa pequeña y pedir algo de cenar cuando oyeron la llegada de un grupo de campesinos que discutían aparentemente entre sí. Una vez que los cinco vociferantes entraron en la posada, Athror había visto cómo la discusión continuaba con la puerta abierta, en dirección al camino, hasta que apareció la arqueada figura de una mediana que se apoyó en el marco de la misma y comenzó a limpiarse la botas contra una piedra, mirando en ocasiones a los campesinos y negando con la cabeza sin decir una sola palabra. Cuando estuvo satisfecha con el resultado, entró en la posada agitando las manos, como un monarca en un desfile. 

Fue así como los tres viajeros vieron por primera vez a su posible guía.

En el tiempo que llevaban en El viejo acebal, el justo para pedir un segundo plato y una segunda jarra de vino, habían visto como Umbraclara discutía extensamente con los campesinos sobre derechos del uso comunal del agua almacenada en las granjas; trataba de convencer a la posadera de las virtudes de mezclar cítricos con ciertos licores regionales, para aumentar sus propiedades curativas y enmascarar su terrible sabor; y abandonaba todas las conversaciones anteriores para saludad afectuosamente a una joven pareja que había llegado a la posada con una enorme cesta de hongos destinados a la cocina. 

La incesante conversación de la mediana había propiciado, en parte, la reflexión de Athror sobre la beldad inherente a la tranquilidad y el calor. Pero su pequeño momento de aislamiento placentero debía terminar.

Respiró profundamente y abrió los ojos. Karoda lo miraba con intensidad desde su banco, ambas manos sobre la mesa —demasiado alta para la enana— y las cejas enarcadas. 

—¿Es esta persona, de veras, a quien hemos venido a buscar, mago? ¿No es un tanto… ruidosa? —la enana ladeó ligeramente la cabeza en dirección a la mesa en que Umbraclara continuaba su conversación, al tiempo que, por lo que veía Athror, pelaba un enorme hongo con un cuchillo de bolsillo y lo troceaba con parsimonia sobre el cocido de un vecino de mesa, que sonreía divertido.

Ricared, que hasta entonces había permanecido aparentemente ensimismado en la ingestión meditativa de su caldo, se limpió rápidamente la comisura de la boca con un trozo de pan negro y esbozó una sonrisa.

—Pues yo, por mi parte estaría encantado de tener a alguien capaz de generar una reacción así en nuestro grupo —hizo una pausa al tiempo que señalaba con un nudillo discreto la escena de la mesa que ahora atraía las miradas de toda la posada, porque el cliente había propuesto un brindis y aceptaba públicamente que disfrutaba de “la deliciosa mezcla de carne y hongos crudos”, según el sabio consejo de Maesa Umbraclara. 

Y Athror se encogió ligeramente de hombros al tiempo que comía también él una cucharada de caldo ahora ya tibio. 

—Estoy de acuerdo con los dos, pero no se trata tanto de lo que nos guste o no —dijo mirando a sus compañeros— sino de lo que necesitamos. Y si lo que nos dijeron en Robleda es cierto, ella conoce los caminos del Valle mejor que nadie.

La enana se apoyó en la mesa, con gesto de incomodidad.

—¿Y que hay del clérigo de Lacarna? Todos dicen que es el mejor explorador de la región.

Fue Ricared el encargado de responder a la pregunta, y lo hizo al tiempo que miraba su copa, con una negación de cabeza que podía ser discreta o brusca.

—Ya no es clérigo. Y dicen que está involucrado en asuntos más oscuros que este vino de saúco. Athror tiene razón, la mediana es nuestra mejor opción. 

Athror asintió levemente y se inclinó también hacia el centro de la mesa.

—Según lo que he aprendido en los manuscritos de Urad-Mideru, es muy posible que en el Valle, además de los monstruos que lo pueblan, aún haya activas poderosas fuerzas que no vean con buenos ojos nuestra presencia, y nos hará falta toda la ayuda posible para llegar hasta el Templo, si es que sigue existiendo. Y espero que sí.

La mesa se quedó en silencio, cada uno de los tres integrantes del grupo mirando en una dirección diferente y escuchando el sonido del crepitar de la chimenea, el choque de los cubiertos de madera contra la cerámica de los cuencos y el inteligible farfullar complacido del hombre que comía apresuradamente su cocido con hongos.

Terminaron la cena con una porción de pan de almendra y vino dulce, para lavar con los postres el amargor de la conversación anterior. No se trataba de cobardía ante el peligro, pensó Athror, sino de conciencia de que se encaminaban a un misterioso lugar donde mucha gente había perecido por hacer lo que ellos se disponían a hacer.

Fue Ricared quien se primero dio cuenta, y su cambio de postura, con ambas manos elevadas a la altura del pecho, en posición de combate, alertó a la mesa de que algo pasaba. Karoda, de espaldas al peligro que el clérigo había descubierto, se dejó caer del banco, con intención de alcanzar el extremo de la mesa donde había dejado su martillo de combate. Athror solo llegó a elevar una mano y sentir en la boca el regusto metálico que acompañaba a la entonación de conjuros. Pero el mago dejó que su energía se dispersase y se limitó a mirar atónito a la figura que estaba comenzando a trepar al banco que, hasta pocos segundos antes, había ocupado su compañera enana.

Karoda, por su parte, había girado la cabeza y se había detenido, sin haber superado aún la longitud de la mesa. Su fuerte mano aferrada a la superficie del banco.

Seima Umbraclara había aparecido aparentemente de la nada y, sin prestar atención a la conmoción causada, se estaba acomodando junto a la mesa, ascendiendo por las diferentes elevaciones del banco escalonado hasta encontrar la que le permitiera estar a una altura visible por los atónitos comensales.

—¿Y bien? —preguntó la mediana— ¿Cómo os puedo ayudar, mis cuchicheantes nuevos amigos?

Tras la inicial incredulidad, Ricared fue el primero en reaccionar, y lo hizo extendiendo las manos para abarcar en un gesto a toda la mesa y sonriendo abiertamente.

—Agradecemos que te hayas molestado en venir hasta nosotros. Parece que, de alguna manera, has comprendido que queríamos hablar contigo. Soy Ricared Valilés, nacido en Marvalar, clérigo de Velex. Y estos son Karoda Moruker, guerrera de Thagir, y Athror Miredan, hechicero de Esmeril. 

La mediana saludó con repetidas inclinaciones de cabeza y veloces exclamaciones de “Un placer”, “Encantada” o “Un auténtico honor conocerte”. Al tiempo que alzaba la mano para llamar la atención de la posadera, se acomodó en la parte más alta del banco y fijó finalmente su mirada, ahora seria, en Karoda, que mantenía una ambigua posición corporal, entre la agresividad y el desconcierto.

—Mi muy respetada guerrera de Thagir. Lamento enormemente haberme presentado de esta manera —su voz era ahora calmada, sin la frenética velocidad de discurso que había mostrado hasta el momento—. No es en absoluto correcto hacer uso de mis talentos para el subterfugio y llegar así, de espaldas, ante alguien a quien se quiere mostrar respeto. Le ruego que excuse mi comportamiento.

Y ninguno de los presentes supo si se trataba de una disculpa real o una burla camuflada.

Karoda, muy lejos de los estereotipos burlescos que abundaban sobre la irascibilidad de los enanos, tensó los brazos, asintió con la cabeza y subió con parsimonia al banco, sentándose a apenas unos centímetros de la recién llegada, que sonreía con aparente deleite.

—Hemos oído hablar de ti —comenzó Athror—. Buscamos a alguien que nos guíe hacia el sur, para adentrarnos en el Valle Sagrado. ¿Conoces esa zona? -el elfo hizo una pausa-. ¿La conoces tan bien como dicen?

—La conozco bien —respondió Umbraclara ladeando la cabeza—. Mucho. Llevo en esta zona desde hace ocho años. He explorado y guiado a grupos desde la Puerta Negra hasta Montrasgo, y desde Lasminas hasta Ûr’Gumla. Antes de asentarme aquí, recorrí el continente desde Salmanasar hasta Nirvala. Incluso estuve unos meses en Neferu… pero tanto calor no me sentaba bien —terminó con una enigmática sonrisa.

—Bien —prosiguió Athror tras tomar un sorbo de su copa—. Buscamos algo en concreto. Un templo antiguo que quizás esté derruido o quizás aún siga en pie. En su esplendor tenía tres pisos de altura, con una base perfectamente cuadrada. En el segundo piso la estructura se transformaba en un triángulo, con un balcón sobresaliente y dos terrazas sin techo. Y el tercer piso era una torre circular coronada por un techo de metal plateado y brillante. ¿Has visto alguna vez una estructura así?

La mediana permaneció inmóvil durante un tiempo. Mirando las manos del elfo, que se habían posado sobre la mesa. Después, sin decir una palabra, echó mano a su cinturón, lo que provocó una reacción sutilmente simétrica en Karoda, y extrajo un pergamino de algún bolsillo camuflado. Extendió el pergamino sobre la mesa, desplegando con cuidado un mapa de la región al sur de Nídaros que había sido dibujado en diferentes tintas y parecía estar plagado de anotaciones en diferentes caligrafías. Con el dedo índice comenzó a trazar una ruta desde la mitad superior del mapa hacia la parte inferior.

—Este sería el camino a seguir. Muy fácil hasta llegar hasta el Arroyo del Cuervo, y desde ahí seguir su curso hasta el corazón del Valle —la voz de la guía pareció agravarse y su mirada hundirse ligeramente—. A la sombra de las montañas, bordeando la Laguna de las Tres Hermanas hasta llegar a la ruina cuadrada.

La posadera llegó en ese momento con una pequeña copa de vino y la dejó en la mesa sin decir una palabra. Umbraclara dio un ligero trago y golpeó varias veces sobre un punto en el mapa rodeado de anotaciones. 

Los tres viajeros miraban con curiosidad lo que la mediana estaba señalando. La guía parecía absorta en algún tipo de reflexión, y Athror podía ver arrugas en su frente que no estaban ahí apenas unos segundos.  

Umbraclara mojó su dedo en el vino y trazó con él unas líneas sobre la madera pulida de la mesa, al tiempo que decía, enunciando como quien recita:

—En el corazón del Valle, donde la luz no quiere llegar, hay una ruina cuadrada que aún mantiene sus muros intactos hasta la altura de dos metros. Sea lo que fuera que había por encima de ese nivel se ha colapsado sobre sí mismo. Pero sobre las ruinas se puede ver un cono metálico que brilla como la plata enana. 

—¡Entonces conoces el lugar al que debemos ir! —exclamó Recared— ¿Has estado allí recientemente?

—No.

La mediana dio un sorbo a su vino, pareció a punto de dejar la copa sobre la mesa, y volvió a beber, sosteniendo después la copa contra su jubón de cuero.

—Conocí a alguien que contaba historias del Valle, y esa era una de ellas.

El silencio que se hizo en la mesa contrastaba con el bullicio de las otras mesas.

—Entiendo que esa persona ya no está entre nosotros, ¿verdad? —preguntó Athror fijándose en la peculiar forma con la que Umbraclara apretaba la copa de vino contra su pecho.

—Este era su mapa —respondió enigmáticamente, haciendo una mueca con los labios.

En los instantes que siguieron, nadie dijo nada. Todos los ojos fijos en la expresión de la mediana, ahora claramente apesadumbrada.

—Quizás puedas pensar en nuestra propuesta esta noche y decirnos algo cuando…

—No, mago de Esmeril. Ya está todo decidido —la energía parecía haber vuelto parcialmente a la voz de Umbraclara, que se incorporó, apoyando las manos sobre el mapa y alzando su cabeza para estar casi a la altura del elfo-. Tengo un trato que proponeros —con un gesto de su mano abarcó a los tres viajeros, pero sin mover un ápice la cabeza—. Os guiaré hasta el templo y os ayudaré a hacer lo que queráis hacer allí. Me quedaré con vosotros hasta que decidáis volver, pero a cambio de mis servicios, vosotros haréis algo por mí.

Ricared y Karoda observaron el extraño duelo de miradas que parecía tener lugar de un lado a otro de la mesa.

—Mañana mismo, al alba, iniciaremos el camino hacia ese lugar maldito, y os ayudaré a salir de él. Pero vosotros me ayudaréis a buscar a un viejo amigo mío que no ha vuelto de su último viaje, tan similar al que vosotros queréis realizar. Fue hace dos años —elevó la copa a los labios y tomó un buen trago—. Se dirigía a un punto cercano a la Laguna. Sé que no está vivo. Pero necesito saber qué sucedió. Eso me daría tranquilidad.

Athror miró a sus compañeros. Karoda fue la primera en asistir, con gesto grave y los ojos fijos en la mediana. Recared lo hizo con lentitud, la mirada aparentemente perdida y los labios en ligero movimiento.

—Bien, Seima Umbraclara —sentenció el elfo—, contratamos tus servicios como guía al Valle Sagrado, y a cambio te ayudaremos a encontrar la tranquilidad que buscas.

La mesa volvió a sumirse en el silencio durante un largo tiempo. La posadera llegó, motivada por quién sabe qué buena voluntad, con una jarra de vino aún espumoso, recién salido del tonel, y todos se sirvieron una nueva ronda. Un campesino comenzó a cantar en una de las mesas comunales, y pronto se le unieron los gritos de otros parroquianos, en diferente estado de embriaguez, llenando la posada con su sencilla alegría. Ricared sonrió. Karoda comenzó a tamborilear distraídamente con los dedos sobre el cuerpo de su copa. Athror se recostó en el duro respaldo de madera y consideró el camino que emprendía, y el número de gente que arrastraba tras de sí a un futuro incierto.

—Esta canción —dijo la mediana, rompiendo el silencio con la misma voz despreocupada con la que se había presentado al inicio de la conversación— me recuerda a la que entonaba un bárbaro llegado de las Naciones Orcas poco antes de que un auténtico ejército de gnolls se nos echara encima, salidos de cien agujeros en la tierra.

Los tres viajeros la miraron con cierta incredulidad.

—¡Es cierto! —la mediana guiñó un ojo a Karoda-. Habíamos disturbado, sin querer, realmente, el camposanto real —hizo una pausa y meneo su copa en el aire, meditabunda-.  Horribles criaturas. Terribles y desorganizadas, por suerte, en las artes de la guerra. Torpes e insistentes en sus ataques, como usted bien sabrá, estimada señora Moruker —Umbraclara dio una ligera palmada sobre el metálico hombro de su compañera de banco, y estalló en una carcajada.

Y Athror vio el desconcierto en la cara de su compañera enana, que, quizás por primera vez en muchos años, parecía no saber en absoluto qué pensar.

[foto]

No hay comentarios:

Publicar un comentario